Soy fan de Game of Thrones, la serie televisiva creada por David Benioff y D. B. Weiss para la cadena HBO. Está basada en las novelas Canción de hielo y fuego, del escritor estadounidense George R. R. Martin.
Es una gran historia épica en un ficticio mundo de apariencia ‘medieval’, con pueblos peculiares, cultura, tradiciones y religiones propias. Hay muchos elementos para el análisis y la reflexión, el hilo que mueve la historia es la lucha por ver quién se sienta en el trono de hierro. Vemos traiciones, asesinatos, envidias, estrategias… Todo eso que El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, justificaría para atemorizar y mantener el poder.
De entre todos los personajes, surge el verdadero protagonista de toda la trama: Jon Snow. Lo presentan como el bastardo de una importante familia, (luego nos enteramos que no es así) que se va como guardián del muro del norte.
Si vemos el mapa de este mundo ficticio, el norte es un lugar nevado del cual los reinos habrían de protegerse. Hay pueblos salvajes y criaturas que atemorizan. Por eso y para proteger la ‘civilización’, se construyó un muro. Snow se aventura a conocer qué hay más allá y conoce a los pueblos salvajes. Conoce sus extrañas costumbres y cae preso pero se enamora de Ygritte, una bella pelirroja que transforma la mirada de Jon hacia esos que eran los enemigos con los que peleaba.
Y aquí lo rescatable del modo de ‘hacer política’ del que será proclamado rey del norte: Descubre que el extraño que era su enemigo, es otro como él. Y conforme pasan los capítulos, Snow se convierte en el defensor de este pueblo extraño, lo cual le acarrea la animadversión de sus compañeros guardias.
En esta época en que parece que el diálogo y el encuentro en política con el que piensa y actúa distinto a mí no es posible, el personaje central de Game of Thrones muestra que la fraternidad es mayor a la confrontación.
Vivimos en un mundo de barreras y levantamiento de otros muros que amenazan con dejar fuera de muchas oportunidades a miles de excluidos. Pareciera que no hemos aprendido nada de la historia. Guerras, desastres nucleares, holocaustos no nos han hecho más sensibles al dolor del hermano.
Por ello es que la ficción parece que es más realista que el diario de esta mañana. Para un gran «estratega», lo que hizo Snow lo llevaría al fracaso (y así parecería que fue), pero irónicamente su manera de hacer las cosas le abre nuevas puertas y posibilidades.
El diálogo, el acuerdo, el tejer alianzas entre quiénes tienen posturas que parecen irreconciliables no es un defecto como muchos hoy lo quieren ver: es una gran virtud que el mundo de la política parece olvidar.
El diálogo no es un simple intercambio verbal, ni un debate para ver quién destruye a quién con la palabra, como si fuera un esgrima dialéctico. Dialogar es ir a través de la razón, es el reconocimiento que no somos dueños de la verdad y que el otro siempre tiene algo qué aportar y me enriquece con su enseñanza.
Pero hay un paso humanamente necesario después del diálogo. No puedo ser el mismo frente al otro cuando me ha mostrado una verdad que, por mis propias ideas y juicios, no podía ver. Ese paso es el encuentro.
Saber que quien está frente a mí también alberga un bien en su corazón, que en sus proyectos, anhelos y motivaciones hay un deseo más profundo con el cual puedo empatizar y puedo hacerme uno con él. Los valores ilustrados de la revolución francesa exaltaron la libertad y la igualdad, pero han dejado de lado lo que puede darle verdadera consistencia: la fraternidad.
Debemos reconocer que tenemos un destino común, que la política implica la construcción de un proyecto que a todos compete y en donde nadie puede ser excluido (mucho menos los más débiles). De la escucha al diálogo, del diálogo al encuentro. Ese es el método que usa Jon Snow para unir a los pueblos que antes llamaba salvajes a la convivencia con el reino del norte.
No hay encuentro verdadero sin acoger como una riqueza lo que hay en el otro de diferente a mí y que me ayuda a ser cada vez más humano. Para quienes construyen muros y castillos de la pureza ideológica en donde no tiene acceso nadie que no piense como yo, podemos descubrir que es la fraternidad, el encuentro con el otro que siempre es un bien para mí, el camino que puede rescatar (como en Westeros) a un mundo donde parece que el conflicto y la lucha son la única vía.