José Sánchez del Río tenía 14 años cuando sus hermanos mayores se enlistaron con los cristeros, un frente armado de católicos inconformes con las medidas que tomó el Presidente Plutarco Elías Calles para erradicar la influencia de la Iglesia mexicana en la vida pública y cuya consecuencia inmediata fue la suspensión del culto.
En varias ocasiones, José trató de ir al campo de batalla, pero su madre se lo prohibía, aunque al final le autorizó participar el movimiento cristero porque no estaría en el frente de batalla y su devoción a la causa era grande.
Según ha recopilado el padre Lauro López Beltrán en el libro La persecución religiosa en México, una de las expresiones con las que José trató de persuadir a su mamá fue: “nunca como ahora es tan fácil ganarnos el cielo”.
Fue así que se sumó a la sublevación desde 1927, un año después de haber estallado el conflicto con el gobierno callista, el cual duró tres años y en los que hubo diversos enfrentamientos entre el ejército cristero y el federal.
El 6 de febrero de 1928 José fue hecho prisionero en un combate en Cotija, Michoacán, después de que ofreciera su caballo al jefe Luis Guízar Morfín, ya que el suyo había muerto durante el enfrentamiento.
Al ser trasladado a Sahuayo, a José le tocó presenciar el ahorcamiento de Lázaro, un compañero detenido con él, al cual los soldados creyeron muerto y fueron a tirar al cementerio, en donde se reanimó y pudo escapar.
Aunque su padre negoció su liberación liberarlo con el diputado federal Rafael Picazo, padrino de bautismo de José, el muchacho fue finalmente torturado y ejecutado la noche el 10 de febrero.
A José le desollaron los pies con un cuchillo y lo obligaron a caminar hasta el cementerio, donde se había cavado una fosa para tirarlo. Antes de matarlo, los militares buscaban hacerlo renegar de su fe, pero José solamente proclamaba “¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!”.
José fue acribillado a puñaladas y luego le dispararon en la cabeza. López Beltrán cuenta que el cuerpo fue arrojado sin mortaja a la fosa y que después lo exhumaron para llevarlo a la cripta de los mártires del Sagrado Corazón.
Para el canónigo de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, Julián López Amozurrutia, el testimonio de José no puede leerse solamente a partir de una clave política, sino desde una profunda convicción religiosa.
«Tenemos que encontrar al joven que tiene una identidad creyente, una identidad católica que se está sintiendo vulnerada por las leyes y por las decisiones que el Estado está tomando, él encuentra en su profunda convicción católica el deber de defender su fe, el deber de valorar su fe como el motor de su vida y por lo tanto entender que él tiene una responsabilidad común.
«Si él acude a formar parte de los grupos armados que están defendiendo la fe es porque está convencido de que la radicalidad de su respuesta a Cristo se llevará a cabo precisamente en medio de esa situación difícil. Afortunadamente a él lo respetan siempre los cristeros armados, no lo dejan entrar nunca en combate ni en nada parecido, pero sí le permiten desarrollar dentro del campo mismo de la defensa armada de la fe el espacio para comprometerse», consideró López Amozurrutia.
Precisó que desde la muerte de José los pobladores guardaron su testimonio y se fue transmitiendo a través de varias generaciones hasta hoy, lo que abrió la posibilidad primero de su beatificación y más tarde de su canonización.
«Es una persona que no negocia sus valores, es una persona que se compromete radicalmente con aquello que está defendiendo. Él muestra cómo la fe católica toca el núcleo más profundo de las personas y las compromete de la manera más radical», agregó.
No debemos entender sólo a José Sánchez del Río, en concreto, sólo desde la guerra, sino en el sentido de identidad y de radicalidad de la pertenencia a la Iglesia Católica.
— Julián López Amozurrutia
Texto publicado originalmente en la revista Litterae Communionis