México se desangra de manera alarmante desde hace más de una década. Dos de los factores que explicaron el triunfo del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador fueron el hartazgo frente a la corrupción y la esperanza de un porvenir menos violento.
Aunque no es clara la estrategia que seguirá la administración que llegará al poder, se sabe que buscará un consenso para enfrentar el problema con diversos actores de la sociedad, incluyendo a las diversas confesiones religiosas, lo cual no deja de ser curioso, dada la tendencia anticlerical de muchos gobernantes del pasado (ver el artículo sobre el gobernador de Tabasco Tomás Garrido Canabal) y el laicismo que caracterizó durante buena parte del siglo XX al Estado mexicano.
Esta es una oportunidad valiosa para todos los creyentes de testimoniar el valor de la fe en la vida pública, pero también implica un riesgo: la manipulación que desde el poder se puede hacer de las convicciones religiosas. La fe no crece en un terreno donde se le instrumentaliza.
Dicho lo anterior, pienso que para abordar el problema de la violencia no hay que descubrir el agua tibia, sino ser fiel a un camino que comenzó hace casi 500 años. Un repaso somero a nuestra historia puede hacernos recordar el influjo humanizador del cristianismo en el naciente pueblo mexicano.
Cuando doce de frailes franciscanos se encontraron en 1524 con un grupo de sabios —lo cual retoma el famoso Coloquio de los Doce de fray Bernardino de Sahagún—manifestaron su preocupación por los sacrificios humanos, que posteriormente desaparecieron.
El trabajo de los frailes en el nuevo mundo fue un factor que humanizó la relaciones entre los pueblos prehispánicos, que antes de la llegada de los españoles vivían luchando entre sí y tratando de sobrevivir al imperio azteca.
La introducción del cristianismo ayudó a que los habitantes de esta tierra tomaran conciencia de la barbarie en que vivían, lo cual no estuvo exento de dolor y de resistencias, también causadas en muchos casos por españoles ambiciosos.
Estas resistencias han sobrevivido en México debido a una mentalidad anticatólica que ve en la fe un enemigo a vencer por el poder que la Iglesia puede acumular. Este rechazo existe a tal grado que en ciertos ambientes se afirma que México hubiera estado mejor sin el cristianismo (en lo personal no creo esto).
Afortunadamente las resistencias no están en todos y aún hoy es posible ver una amplia religiosidad en el pueblo mexicano. Una religiosadad mucjas veces precaria, pero que puede considerarse un punto de partida para recomponer el tejido social a través de su maduración.
Hoy vivimos una situación semejante a la de la época prehispánica: tribus de narcotraficantes y ladrones de combustible se disputan esta tierra y dejan tras de sí una estela de muerte y dolor.
Es común ver en los diarios notas comparativas de distintas administraciones federales que revelan una tendencia al alza en la violencia en México, además de estadísticas de los propios por órganos gubernamentales que revelan que la violencia no da tregua.
El cansancio existencial que experimentamos en estas circunstancias es una gran ocasión para mostrar la frescura del Evangelio y la posibilidad pacificadora del cristianismo.
En el mundo prevalecerá lo que habite el corazón del hombre.