Hoy, hace 104 años, moría de un balazo en la frente Charles Péguy en la batalla del Marne. Perdimos al querido Péguy. Al poeta y pensador socialista, al cristiano realista, anticlerical, que llevaba flores a la Virgen y peregrinaba a Chartres para pedir por sus hijos, al francés comprometido con su pueblo y alejado de ataduras intelectuales.
A los diecisiete años Péguy no era cristiano. Él mismo lo narra:
“Todos mis compañeros se han quitado de encima, como yo, su catolicismo. Los trece o catorce siglos de cristianismo implantado entre mis antepasados, los once o doce años de enseñanza y a veces de educación católica sincera y fielmente recibida han pasado por mí sin dejar huella”.
De la Francia acristiana, que considera a la fe como un pasado que no le atañe, procedía Péguy cuando descubre el cristianismo como una novedad, y justamente por ser un nuevo inicio no se percibe nunca como una renuncia de su vida pasada, como el regreso al redil católico del militante socialista que suple en la religión sus fracasos políticos: «Es porque nuestro corazón ha querido profundizar en el mismo itinerario y no porque se deba a una evolución ni a una duda, por lo que hemos hallado el camino del cristianismo, No lo hemos encontrado gracias a un regreso. Más bien lo hemos encontrado al final. Y por esto, es necesario que una parte y la otra lo sepan bien, no renegaremos nunca de ningún átomo de nuestro pasado».
Evita con energía el abrazo de la derecha clerical que intenta “recuperarlo”. No tiene nada que ver con los reformadores que proponen como salida al desastre moderno volver a un utópico régimen de cristiandad, de formas firmes y vigorosas, pero poco caritativas y llenas de prejuicios.
En el panfleto Notre Jeunesse (1910) Identifica con realismo la situación de la Iglesia en el mundo moderno: «No debemos escondernos que si la Iglesia ha dejado de ser la religión oficial del Estado, no ha dejado de ser la religión oficial de la burguesía del Estado. El cristianismo, por el contrario, socialmente, no es más que una religión de burgueses, una religión de ricos, una especie de religión superior para clases superiores de la sociedad, de la nación, una especie de religión distinta».
Con la publicación del Misterio de la caridad de Juana de Arco, donde se mostró abiertamente cristiano, sus compañeros socialistas afirman que: «Traiciona la razón, cae en el misticismo y en el sentimentalismo. Para nosotros y para nuestra batalla es un filósofo perdido. (…) no sólo se pasaba a la parte de los “curas”, sino también al irracionalismo».
Péguy a esto reaccionó violentamente. Porque su batalla la combatía “en nombre de la razón, para defender la razón, contra los que falsificaban el uso de la razón”.
Era un filósofo y no toleraba que se le presentara como irracional. Afirma que lo que hay que atender es por el «el respeto religioso por la realidad soberana y maestra absoluta, de lo real como viene, como nos es dado, del acontecimiento como nos es dado. No somos nosotros los que hacemos la realidad, nosotros debemos reconocerla: el hombre debe estar a sus órdenes. La criatura humana no puede crear ni siquiera una mínima parte de la realidad. Lo que somos lo recibimos.»
En 1907 conoce a un joven pensador de nombre Jacques Maritain. Le refiere el sufrimiento que tiene al sentirse incomprendido por su mujer en su drama cristiano y espera algún consuelo, pero, en cambio le presenta una lista fría de las obligaciones que tiene que cumplir si quiere de verdad “volver a entrar en la Iglesia”.
Desde entonces y hasta la muerte de Péguy, los amigos incansables aumentan sus imposiciones, preparan estrategias y emboscadas, multiplican sus reproches para que se rinda y pague su rescate de “rehén” del cristianismo.
Para Maritain, Péguy es «un imbécil», uno que «despilfarra la gracia», que se hace ilusiones de «que la salvación es fácil», «se contenta con cosas no esenciales, como hacer que su familia coma de vigilia durante la Semana Santa, y que sus hijos canten cancioncillas cristianas».
Ellos no soportan los motivos de Péguy: «su respuesta es que no quiere abandonar a su mujer, quiere que sea bautizada y entre en la Iglesia, y para esto no debe adoptar métodos violentos».
En las cartas de Maritain, lo acusa de no querer someterse al “yugo intelectual” que la conversión al cristianismo implica. «Me doy cuenta de que su desprecio de las “fórmulas intelectuales” puede esconder perfectamente el desprecio de la obediencia intelectual, es decir, el desprecio de la Verdad […]. A Péguy le da horror el yugo intelectual de la fe, sin el que no hay verdadera fe”.
Y en otra carta de junio de 1910 dice: “ya le he dicho que la verdad teológica no le interesa […]. Él cree que la fe del carbonero es una fe más grande que la de santo Tomás; cree que la palabra divina no es nada más que palabras: solamente lo sensible le toca».
Péguy encolerizado, hace una fuerte denuncia en las páginas de Véronique. Dialogue de l’histoire a de l’ame charnelle: «Lo propio de estas intervenciones es obstaculizar siempre la operación de la gracia; pillarla de sorpresa, con una especie de paciencia formidable. Pisotean los jardines de la gracia con una brutalidad espantosa. Parece que lo único que se proponen es sabotear los jardines eternos. Así los curas trabajan en la demolición de lo poco que queda. Y sobre todo cuando Dios, mediante el ministerio de la gracia, trabaja las almas, no dejan nunca de creer, estos buenos curas, que Dios piensa sólo en ellos, que trabaja sólo para ellos […]».
«Los fariseos quieren que los demás sean perfectos. Lo exigen y reclaman. Y no hablan más que de esto. Entre ellos está también la retahíla de clérigos, eclesiásticos e intelectuales católicos oficiales, que, por un lado, prefieren taparse los ojos, negar la evidencia, esconderse a sí mismos la verdadera naturaleza y dimensiones de la catástrofe del cristianismo en la modernidad. Pero, por otro lado, preocupados, porque están insatisfechos, de la moralidad ajena, no cesan de lanzar condenas sobre el mundo moderno. Lo suyo es quejarse y critican, refunfuñan, mascullan, rezongan. Están de mal humor y, lo que es peor, albergan rencor».
De ellos decía Péguy: «no son cristianos, quiero decir que no lo son hasta la médula. Continuamente pierden de vista la precariedad que para el cristiano es la condición más profunda del hombre; pierden de vista esa profunda miseria; y no tienen presente que siempre hay que volver a comenzar. Es una precariedad eterna. Nada de lo adquirido es adquirido para siempre. Y es la condición misma del hombre. Y es la condición más profunda del cristiano. No hay nada más contrario al pensamiento cristiano que la idea de una adquisición eterna, la idea de una adquisición definitiva que no puede ponerse en tela de juicio».
Lo que molesta a Péguy es descubrir que todos éstos estaban unidos por el deseo de poder, su cristianismo era de formas y no de vida. Forjado en yunques, pero nunca hecho de corazón. Estos a los que llamaba el partido intelectual o de los devotos, reducen la fe a fórmulas en donde la persona quedaba anulada. Los que pensaban que seguir los dogmas de la Iglesia coinciden con una actitud de rigor.
Si el cristianismo es un acontecimiento gratuito y libre, entonces nadie puede pretender crearlo o poseerlo. Rechaza un cristianismo que se identifica sólo con unas verdades inmutables, con una “materia de enseñanza”, que piensan construir con un sistema doctrinario y moral que pretende garantizar la felicidad, “existe una inmensa turba de hombres que piensa con ideas ya hechas; y, en idéntica proporción, existe una inmensa turba de hombres que quieren con voluntades ya hechas”.
A estos les sigue llamando el “partido de los intelectuales o de los devotos” que viven de “verdades” lógico-científicas-teológicas, pero no de realidad. Les llama “desequilibrados”, «puesto que no tienen el coraje de estar en el mundo, creen que son de Dios. Puesto que no tienen el coraje de ser de uno de los partidos del hombre, creen ser del partido de Dios. Puesto que no aman a nadie, creen que aman a Dios”.
Ya Benedicto XVI en “Deus caritas est” hace esta misma advertencia, afirmando que el cristianismo no se puede reducir a una ética o a un sistema de ideas. Porque insiste Péguy que «no se es cristiano por: estar a un cierto nivel moral, intelectual, incluso espiritual. Se es cristiano por pertenecer a una cierta raza ascendente, a una cierta raza mística, a una cierta raza espiritual y carnal, temporal y eterna, a una cierta sangre, la de Cristo«.
Hay que entender que pecador y santo son de la misma raza, de la misma sangre, cristiana: “Nadie es tan competente como el pecador en materia de cristiandad. Nadie, excepto el santo. En general se trata de la misma persona. El pecador y el santo son dos elementos, por así decir, integrantes del mecanismo de la cristiandad. Son indispensable uno para el otro”.
Péguy sin lugar a dudas, inicia un camino que recorremos muchos hombres fuera y dentro de la Iglesia en estos años. Como él mismo, desvalidos. Bien decía Georges Bernanos que los mendigos conquistarán el mundo. Porque no es fácil mantener la nobleza en un mundo que exige vencer. No es fácil permanecer sin nada, confiando sólo en su Padre, a quien pertenece su vida, pertenencia donde se puede reconocer la libertad —¡oh, ironía!—abandonándose completamente como un hijo.
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