Por María Rosa Cantú Sáenz
La mujer es de especial importancia para la formación de un ambiente emocional para su hijo, pero es conveniente tomar en cuenta que esta es una tarea que no debe realizar sola.
Hoy solemos escuchar a muchos padres de familia, profesores, catequistas y educadores lamentarse de los problemas emocionales que observan en los niños. Estos problemas emocionales se traducen en indisciplina, incumplimiento de tareas en el hogar, bajas académicas, berrinches, agresiones, aislamiento social y otros problemas asociados a su incapacidad de controlar las emociones.
Este es quizás uno de los problemas más comunes en la infancia: la baja tolerancia a la frustración. Hay niños a los que les cuesta mucho trabajo asumir las normas y límites. Son niños que están aprendiendo a leer o escribir, y que si no les sale algo como esperaban, muestran enojo. Esta frustración no solo les afecta en el aprendizaje, sino que además les influye en sus relaciones sociales.
El reto educativo es que no solo hay que educar a nivel académico, sino también a nivel social y emocional. Cuando hay problemas de autorregulación emocional, esto les afecta en la vida académica hasta en un 30 por ciento. Está demostrado que las personas que tienen una mayor inteligencia emocional son más felices, tienen una mejor salud y tienen más amigos, tanto en calidad como en cantidad.
En la actualidad, el 85 por ciento de las cualidades que se buscan para el directivo de una empresa están relacionadas con la inteligencia emocional, por lo que cabe preguntarnos ¿cómo se crea un entorno emocional saludable? y ¿qué características tiene el entorno ideal?
La seguridad emocional de un niño tiene su origen en el primer vínculo que la madre establece con él. Los biólogos llaman a ese primer vínculo “la urdimbre afectiva”, por esa cercanía, calor y ternura que la madre es capaz de generar entre ella y su hijo cuando lo alimenta.
El alimentarlo coincide con la seguridad que el niño adquiere y donde pueden ser satisfechos sus deseos más profundos. Asearlo y proveerlo de un ambiente adecuado representa mirarlo y tocarlo, porque el hecho de limpiarlo coincide con el gesto de brindarle ternura y afecto. Lo mismo ocurre con hablarle, besarlo y abrazarlo.
La seguridad emocional se da cuando el bebé aprende que sus deseos más profundos pueden ser satisfechos. Si esta etapa se desarrolla satisfactoriamente, entonces el niño desarrolla sentimientos de confianza y optimismo y en un futuro podrá partir, con confianza, de que sus relacones con los demás son factibles y que sus deseos pueden realizarse.
A través de un complejo proceso de desarrollo, el bebé habrá de seguir madurando y pasará por diversas etapas. En de estas etapas creerá que es uno con la madre, después vendrá la etapa de separación en la cual la presencia del padre es clave. Este proceso de separación sentará las bases para el proceso de socialización, por lo que es importante que en cada etapa de desarrollo los padres estén conscientes de cuanto sucede y de la forma en cómo pueden contribuir para que se desarrolle satisfactoriamente.
El niño va aprendiendo por medio de sus padres o a través de las figuras de apego (aquellas más cercanas afectivamente a él) a posponer sus deseos con la presencia constante de los padres, que gratifican al hijo. Gracias a esta demora es que el proceso de maduración tiene lugar.
Al principio este proceso está asociado a las funciones alimenticias y de higiene, propias de su desarrollo psicofisiológico. Más tarde, depende de los intereses que van desarrollando en función de su desarrollo, por ejemplo, la llegada de otro hermanito o el control de esfínteres.
La clave en este proceso es la actitud que asumen los padres o de las figuras de apego frente al hijo que pide de manera exigente, demandante, constante y sin demora. Dependerá en gran medida de cómo se eduque en ello para que el niño pueda desarrollar una estabilidad emocional deseable.
Por esto se dice que educar es un arte, pues implica acompañar e introducir al otro a la realidad, manteniendo una distancia óptima. Sobre todo, implica amar con un amor personal, porque cada hijo es diferente y cada uno necesita ser mirado de manera única e irrepetible.
Si los padres son muy indulgentes en la educación, no le ayudarán al niño a respetar las normas que le ayudan a reconocer lo que es importante respetar y valorar; pero si su educación es muy represiva, a base de muchas restricciones y normas, el niño crecerá con miedos que le harán inseguro para tomar riesgos. En todo caso, para una seguridad emocional estable, es importante afirmar en el niño los aspectos positivos de su persona que ayuden a descubrir su propia autoestima y a evitar a toda costa la humillación, que atenta contra la dignidad de su persona.
La labor educadora es, más que una tarea, una relación. Por eso cuando se adviertan signos de una inestabilidad emocional, es importante saber pedir ayuda. Los papás tenemos la misión de reflejar ante nuestros hijos la misericordia paternal de Dios. Para ello debemos evitar dos extremos: tanto un ejercicio demasiado duro y rígido de nuestra autoridad (que puede generar temor y desconfianza), como una actitud permisiva (que no forma conciencias, porque no enseña a distinguir el bien del mal, ni a pedir perdón).
Es importante que nuestros hijos sepan que si han hecho algo mal y se arrepienten, los padres estaremos siempre dispuestos a regalarles un perdón que será fuente de alivio, gratitud y alegría. Así irán descubriendo, por experiencia, que toda persona vale más «por lo que es» que «por lo que haya hecho».
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