A invitación del Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República, he confeccionado un relato entre personal e histórico con los testimonios de una decena de mujeres y hombres que fueron brigadistas en el Movimiento Estudiantil. Tenían entre 18 y 22 años y la mayoría estudiaban en la Escuela Nacional de Economía de la UNAM, hoy la Facultad de Economía. También hay testimonios de estudiantes del Instituto Politécnico Nacional y de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.
Escribo desde mi propio lugar en la historia, no como hijo sino como nieto del Movimiento Estudiantil. En 1968 mi abuela, Ana Ortiz Angulo, era empleada de la UNAM —clasificaba fotografías en la biblioteca de la Escuela de Arquitectura— y participaba a su manera en el Movimiento: cuando le tocaban los semáforos en rojo, se abrían las puertas de su Opel rojo y salían mis tías y mi papá, de 12 años, a repartir los volantes del Consejo Nacional de Huelga. Mi abuela y sus hijos eran una brigada sesentayochera: una mamá y sus escuincles que se solidarizaban con los jóvenes de la UNAM, el Poli, Chapingo, y tantas escuelas públicas y privadas que se jugaron la vida (varios la perdieron) en un desafío al autoritarismo del PRI. Mientras escribía estas páginas recibí una noticia que terminó por cuadrar las piezas: mi abuela había conservado su archivo del 68, más de 300 volantes, grabados y carteles del Movimiento Estudiantil que la UNAM digitalizó y puso a disposición del público a principios de este año. Me emociona pensar que, para escribir estas líneas, me documenté con esos mismos volantes que mi padre y mis tías repartían en los cruceros.
Qué envidia haber sido joven en 1968. Los jóvenes de entonces se enfrentaron a todo símbolo de poder y autoridad: la familia, la escuela, el Estado y los imperios estadounidense y soviético. El poder de sus sueños esbozó nuevos rumbos e hizo que el todo fuera posible: detener guerras, exigir libertades para las razas oprimidas, oponerse a los regímenes más poderosos, derribar gobiernos autoritarios. Comprendieron que la libertad se ejercía tomando las calles, y que esa libertad iba mucho más allá de la política. Era una libertad para expresarse, hacer el amor, drogarse, pensar, escribir, amar, subvertir y luchar por una humanidad diferente.
Cuando llega el momento de las efemérides y conmemoraciones, aparece siempre la tentación de hacer ceremonias luctuosas, tallar en piedra los nombres de los mártires y darle la vuelta a la página como si de un trauma superado se tratara. Este libro tiene una intención por completo distinta: aspira a capturar el impulso vital y libertario del Movimiento Estudiantil y a confrontarlo con el México de 2018. Cincuenta años después, México es por completo diferente: un candidato de oposición, Andrés Manuel López Obrador, venció al PRI y al PAN en elecciones limpias; se puede participar políticamente desde la oposición y hay libertad de prensa. Por otro lado, el México de hoy es tan parecido al de 1968: continúan las masacres contra las disidencias políticas (Acteal, Aguas Blancas, Ayotzinapa), la prensa depende en gran medida de las subvenciones del Estado (y, por lo tanto, suele ser una prensa oficialista), y persiste un gran escepticismo sobre la democracia. Y eso por no mencionar los nuevos problemas y los que se han acentuado: la militarización, los feminicidios, el crecimiento ridículo de la economía desde hace 35 años, entre muchos otros. Desde el México de 2018 escribo este texto, y por eso me detengo en constantes alusiones al presente. Porque escribo con ganas de aprender del pasado para mirar críticamente nuestra circunstancia, y con el deseo de recuperar el ánimo transformador de los brigadistas de 1968.

Hoja impresa Cartel 35.5 x 24.5 cm.
Archivo Ana Ortíz Angulo / http://www.ahunam.unam.mx