Entre los papeles de Ana Ortiz Angulo, la abuela Anita, hay un volante amarillento que firma el rector Javier Barros Sierra. Está fechado el 31 de julio de 1968. Cito las primeras líneas: “Varios planteles de la UNAM han sido ocupados por el ejército. Durante casi 40 años la autonomía de la institución no se había visto tan seriamente amenazada como ahora”. Y unos párrafos abajo la frase que se hizo célebre: “La educación requiere de la libertad, la libertad requiere de la educación”. El rector se refería al bazucazo y a la ocupación militar de las preparatorias que residían en el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Mientras circulaba ese manifiesto Javier Barros Sierra izaba la bandera a media asta en la explanada de rectoría y llamaba a los universitarios a una movilización para el día siguiente. Se le conocería como “la marcha del rector”. A las 4:30 de la tarde del primero de agosto, encabezados por Barrios Sierra y los directivos de la universidad (en las fotos salen puros hombres, ni una sola mujer), decenas de miles, quizá más de cien mil personas, caminaron por la avenida de los Insurgentes.
Esta marcha tuvo un significado profundo: si el bazucazo contra la Prepa Uno había roto el mito de la paz social, la marcha del rector quebraba otro mito: que nadie se le salía del huacal al presidente de la república. Barros Sierra era un hombre del régimen: el sexenio anterior había sido secretario de Obras Públicas con Adolfo López Mateos y director del Instituto Mexicano del Petróleo con Díaz Ordaz. Los rectores de la UNAM no escapaban al presidencialismo: eran elegidos con el visto bueno del presidente de la república. Justo por eso la marcha del primero de agosto le abría un gran espacio político al incipiente Movimiento Estudiantil: lo dotaba de legitimidad y debilitaba el discurso de que era una conspiración comunista contra México, versión que ya empezaba a manejar el gobierno. De paso, aquel acto demostraba que allá arriba, en la élite del poder, no todos estaban de acuerdo con la forma en que Díaz Ordaz enfrentaba el conflicto.
El contingente recorrió cinco kilómetros y se detuvo en la calle de Félix Cuevas. Sabían que ese era el límite, la línea roja. Unos metros más al norte se había apostado el ejército en el Parque Hundido y las calles circundantes. Desde vehículos artillados, las ametralladoras estaban listas y apuntaban a los manifestantes. Barros Sierra lo sabía y desvió la marcha. “Más o menos a la altura de El Puerto de Liverpool, el rector nos indicó que volviéramos a CU para evitar una matanza”, me dice un testigoVI. Tomaron la avenida Félix Cuevas. Un kilómetro más adelante, a la altura del hospital 20 de Noviembre, cayó una lluvia ligera y tenaz. Frente al hospital estaba un conjunto de departamentos, el Centro Urbano Presidente Miguel Alemán (CUPA). Los universitarios comprendieron esa tarde que podrían seguir adelante pues gozaban de la simpatía de la gente: las ventanas del CUPA se abrieron y de ellas brotaron aplausos y vivas. Pronto también les lanzaron naranjas y periódicos para que se protegieran de la lluvia. Era apenas el primero de agosto, no existían aún las brigadas, ni las megamarchas al Zócalo, ni los millones de volantes mimeografiados, pero de las ventanas del CUPA ya se expresaba la solidaridad social.
Hay una interpretación dominante sobre el régimen del PRI: que el presidente gobernaba como monarca absoluto. Daniel Cosío Villegas lo definió como una monarquía sexenal, hereditaria en línea transversal. Esta teoría sostenía que, en la política no se movía una hoja sin la aprobación del mandatario. Esa lectura es cierta, pero requiere matices. Dentro del régimen había grupos, facciones, tendencias más a la izquierda y a la derecha, y unas durísimas patadas bajo la mesa para pelearse las candidaturas, en especial la candidatura presidencial, “la grande”. El presidente era el árbitro final pero debía conciliar, equilibrar, elegir entre visiones e intereses opuestos. Díaz Ordaz venía de enfrentar una fisura interna importante. En 1965 había puesto como líder del PRI a Carlos Madrazo Becerra, pero Madrazo le salió democratizador: había pugnado por que hubiera elecciones internas en el PRI para todas las candidaturas, incluida la candidatura presidencial. A Díaz Ordaz no le gustó la idea y corrió a Madrazo del PRI. Si bien la salida de los madracistas, que se aprestaban a formar un nuevo partido, no había sido masiva, sí había abollado la idea de que el presidente tenía absoluto control de la política mexicana.
¿Y eso qué importa ahora? Pues que la historia y la ironía son buenas amigas: será a un presidente del PRI, Enrique Peña Nieto en las últimas semanas de su mandato, a quien le toque conmemorar los 50 años del Movimiento Estudiantil de 1968 y la matanza del 2 de octubre. ¿Calificará a Díaz Ordaz y al entonces secretario de Gobernación, Luis Echeverría, como responsables de la masacre? ¿Dirá que el Estado Mayor Presidencial disparó contra los estudiantes, y que el ejército los cazó con balas y bayonetas? ¿O se limitará a recordar a los caídos con un tuit y un boletín de prensa?
Cincuenta años se demoró el proceso histórico pero al fin se cumplió: el PRI pasó de ser un partido de Estado a una fuerza con menos de 20 por ciento de los votos. Los priistas saquearon al país cada sexenio y uno de sus representantes más célebres, Carlos Hank González, acuñó una frase que sintetizaba la cultura priista: “un político pobre es un pobre político”. Esa cultura fue repudiada en las elecciones del primero de julio de 2018, cuando una ola de indignación puso al joven partido Morena al frente de la presidencia, el Congreso de la Unión y diversas legislaturas estatales. Según una ex presidenta del PRI, Dulce María Sauri, Morena no es más que “el espejo del PRI”. Al igual que el PRI, se basa en el liderazgo de un solo hombre, Andrés Manuel López Obrador, quien proviene de la Corriente Democrática, la más importante ruptura en la historia del PRI. Una de las muchas diferencias con el PRI, sin embargo, es la actitud hacia 1968: en su cierre de campaña el 26 de junio en el Estadio Azteca, López Obrador reivindicó al Movimiento Estudiantil como una de las luchas de las que abrevaba.
Como sea, aquel primero de agosto de 1968 el bazucazo y la irrupción militar en la Preparatoria Uno de San Ildefonso precipitó los acontecimientos. La Escuela de Economía se fue a la huelga, y en pocos días la mayoría de los planteles de la UNAM estaban tomadas por los estudiantes. Desde entonces ningún gobierno se ha atrevido a reprimir un movimiento estudiantil con la presencia del ejército, y una sola vez que se hizo tuvieron que disfrazar a los soldados de policías. Tres décadas después del bazucazo, el 6 de febrero de 2000, el gobierno de Ernesto Zedillo sofocó una huelga de nueve meses en la UNAM con la detención de cientos de estudiantes reunidos en el Consejo General de Huelga (CGH). Unos meses antes se había creado la Policía Federal Preventiva (PFP), el cuerpo que entró a la UNAM y detuvo a los jóvenes de manera casi impecable. A pesar de su desprestigio, la legitimidad y fuerza de ese movimiento dio para que los desalojaran con guante blanco, como si se tratara de ciudadanos y policías de primer mundo. Lo cuenta el periodista Arturo Rodríguez García: “fue una incursión militar que liquidó el conflicto, pues uniformes al margen, eran la Primera y Tercera Brigadas de Policía Militar las que detuvieron a cientos de jóvenes a los que acusaron, entre otros delitos, de terrorismo y peligrosidad social”.

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