El PRI le había dado a México presidentes represores pero carismáticos, como Adolfo López Mateos, que se metía a ver la lucha libre sin guardaespaldas y se mezclaba con la gente; o presidentes-empresarios como Miguel Alemán, millonario y vanidoso. Entre todos ellos Gustavo Díaz Ordaz era quizá el menos agraciado: feo, trompudo y mal orador. Y cargaba con una historia negra: antes de la presidencia había sido secretario de Gobernación de López Mateos, en un sexenio en donde se encarceló a miles de ferrocarrileros disidentes y el ejército asesinó al líder campesino Rubén Jaramillo, acribillado con sus hijos y su esposa embarazada a los pies de la pirámide de Xochicalco.
El primero de agosto de 1968, mientras decenas de miles de estudiantes marchaban por la avenida de los Insurgentes con el rector Javier Barros Sierra a la cabeza, el presidente Gustavo Díaz Ordaz daba un discurso en Guadalajara en la sobremesa de una comida con el gobernador de Jalisco. Con un tono teatral, lamentaba los “deplorables acontecimientos” de la capital de la República, que habían provocado “la pérdida transitoria de la tranquilidad por algaradas en el fondo sin importancia”. Se hacía la víctima, decía que le dolían en el alma los bochornosos sucesos, y luego se ponía en plan de perdonavidas. Decía que iba a hacer a un lado su amor propio y lanzaba un ofrecimiento: “una mano está tendida (…) los mexicanos dirán si esa mano se queda tendida en el aire o (…) se vea acompañada por millones de manos de mexicanos que, entre todos, quieren restablecer la paz y la tranquilidad”. Se le conoce como “el discurso de la mano tendida”. Pero ya era demasiado tarde y ya eran muchos los errores de Díaz Ordaz: sacar al ejército a reprimir las marchas del 26 de julio, y luego detonar un bazucazo contra la Preparatoria Uno la madrugada del día 30, y amedrentar la marcha del rector con soldados y metralletas en el Parque Hundido.
Apenas terminó la manifestación de Barros Sierra, los estudiantes politécnicos corrieron a organizar su propia marcha. El lunes 5 de agosto la hicieron efectiva: unas cien mil personas, la mayoría del Instituto Politécnico Nacional (IPN) marcharon de la unidad de Zacatenco al Casco de Santo Tomás. Según Raúl Álvarez Garín el Movimiento Estudiantil en realidad empezó ese día y en esa marcha, porque no les había hecho falta que un político los convocara (como en la marcha del rector). Habían sido los estudiantes del Poli a través de sus comités de lucha de Zacatenco y Santo Tomás quienes la organizaron. Generosamente, los estudiantes habían invitado al director del Poli, Guillermo Massieu, a que fuera hasta delante de la marcha, pero el director se negó. Por eso la movilización la encabezaron los maestros, y al llegar a la plaza del Carrillón, en Santo Tomás, los únicos oradores fueron Fausto Trejo, profesor de la Vocacional 7, y el propio Raúl Álvarez Garín, de la escuela de Físico-Matemáticas del Poli. Ese día nació el pliego petitorio del Movimiento con sus seis puntos, que Raúl dio a conocer esa tarde. Y le puso al gobierno un plazo de 72 horas para que resolviera o las escuelas se irían a la huelga indefinida (hasta entonces estaban en paro).
Esa marcha del 5 de agosto desató la organización estudiantil. El 8 de agosto, en la Voca 7, nació el Consejo Nacional de Huelga (CNH): una asamblea de tres, y luego dos, representantes de cada escuela en huelga, que se asumió como la dirección del Movimiento. Los estudiantes de la UNAM y el Poli ya habían probado el sabor de tomar las calles. Ese bocado les abrió el apetito de la gran conquista política: el Zócalo. Vendría pronto la primera megamarcha del Movimiento Estudiantil.
El martes 13 de agosto cientos de miles de personas entre estudiantes, maestros, madres de familia y trabajadores caminaron desde el Museo de Antropología por el Paseo de la Reforma, la Avenida Juárez y la calle de Madero hasta el Zócalo de la Ciudad de México, donde los recibió el repique de campanas de la catedral. “¡México, libertad!”, gritaban los estudiantes. Después lanzaron un desafío al presidente: “a la mano tendida, la prueba de la parafina”. Y ya que se acercaban a la plaza de la Constitución, lo interpelaron abiertamente: “¡Sal al balcón, bocón!, ¡sal al balcón, hocicón!” Me cuenta Humberto Pozos, brigadista del Poli: “en las marchas la gente nos aplaudía, nos aventaba flores y comida. Éramos los rescatadores de la dignidad del pueblo mexicano”.
Quien no haya ido a una marcha estudiantil se ha perdido una de las experiencias más emocionantes. Estás ahí y sabes que eres un solo cuerpo con otros miles. Hay furia: por los presos políticos (en 1968), por las cuotas a la educación superior (en la huelga de 1999); por el regreso del PRI (en el #Yosoy132 de 2012); por los desaparecidos (de Ayotzinapa en 2014). Los estudiantes hacen de la furia, fiesta. Miles bailan, gritan, trotan. La marcha, durante esa tarde, se convierte en el centro del poder en un país de 50 o 120 millones de habitantes. Una ciudad se congela ante una fiesta que camina, que exige, que repudia, se burla. Las parejas se besan, las filas cantan, los tambores resuenan. En las marchas de 1968 había, además, una conciencia internacional. “¡Ho, Ho, Ho-Chi-Min!”, gritaba la masa en solidaridad con Vietnam. Luis González de Alba, representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el CNH, lo contó en Los días y los años: “de cada bocacalle salían grupos cantando y gritando, algunos bailaban y hacían las cosas más extrañas y locas, pero nadie les prestaba atención; era como una fiesta en las calles de la ciudad: las mantas se agitaban, las banderas rojas eran peleadas por muchos, se encendían periódicos como antorchas. Un triunfo más, otro regreso, de nuevo ese clima de ensueño, de fantasía, y la misma respuesta: la ciudad a oscuras” (porque el gobierno apagaba el alumbrado público).
Ante el éxito, el Movimiento Estudiantil preparó la siguiente marcha para el 27 de agosto. Las brigadas salieron a convocar, se imprimieron cientos de miles de volantes, estudiantes de otros estados se trasladaron a la Ciudad de México y se hizo el milagro: el 27 de agosto los jóvenes de 1968 hicieron la movilización más grande en la historia de México. Cientos de miles de personas, los cálculos más audaces hablan de 500 mil, en las calles de la capital. En relación con la población, no ha habido una columna más numerosa en el país. ¿Cómo será la emoción de un estudiante de 18 o 20 años, que vive bajo una dictadura que encarcela y asesina a sus opositores, y logra este gran triunfo político? Amalia Zepeda, una entre esos miles, me cuenta el candor, el exceso de confianza: “esperábamos que Díaz Ordaz saliera al balcón, y nunca salió”. El CNH, para entonces, había añadido de manera implícita una séptima condición al pliego petitorio: diálogo público. Y entonces un estudiante del Poli, representante de la Escuela de Economía ante el CNH, arrebató el micrófono y llamó a la multitud que se quedara una comisión instalada en el Zócalo, para forzar a Díaz Ordaz al diálogo público cuando saliera al besamanos del primero de septiembre después del informe presidencial.
“Los oyentes, entusiasmados, aclaman la propuesta. El mitin se disuelve, pero ahí se quedan varios miles en la llamada ‘guardia permanente’. El Zócalo está poblado aquí y allá por grupos de distintas escuelas. Algunos prenden fogatas y se sientan en torno a ellas. La noche es fresca. Hay guitarras y jorongos y corridos de la Revolución. Es como un gran set de cine que reproduce escenas vistas en la pantalla: los revolucionarios con sus armas en reposo, después de la batalla, esperando que la noche pase. La propuesta del ‘plantón’ vino de un miembro del CNH de nombre Sócrates Campos Lemus. Para muchos era una provocación. Meses después se dio por cierto que Sócrates era un agente del Gobierno. Pero, provocación o no, el caso es que los que ahí se quedaron representaban el ánimo predominante. El triunfo que fue la manifestación de ese día hizo que el movimiento se desbocara; que pecara de soberbia; el imperdonable pecado de soberbia”XI, como lo cuenta Francisco Pérez Arce.
Para el gobierno fue un desafío inaceptable. Después de la medianoche se activaron las bocinas del Zócalo: desalojen la plaza de inmediato, dijo la voz. Sonó una segunda vez. Lo que siguió parecía una escena de la invasión soviética a Checoslovaquia, pero era la Ciudad de México: tropas y tanques de guerra saliendo del Palacio Nacional para disolver una multitud. El Chale se había ido a comer unos tacos y cuando regresó ya no pudo entrar a la plaza: estaba cercada por soldados. “Estábamos en el centro del Zócalo, cerca del asta, cuando apagaron las luces y salieron los tanques de la Suprema Corte y el Palacio Nacional. Todos corrieron como podían y a donde podían”, me cuenta Severiano Sánchez, entonces estudiante de Físico-Matemáticas en el Poli.
Díaz Ordaz decidía, una vez más, enfrentar al Movimiento Estudiantil con soldados, tanques, ametralladoras, que todavía no tenían la orden de abrir fuego sobre la muchedumbre pero que desmentían la supuesta mano tendida del discurso de Guadalajara. Fue la primera advertencia. Cinco días después vendría, ahora sí, la amenaza. En el informe presidencial Gustavo Díaz Ordaz pronunció la famosa frase “hemos sido tolerantes hasta excesos criticados”. Y dijo que recurriría a los artículos constitucionales que le autorizaban a usar el ejército para garantizar la seguridad interior del país. Después de cuatro marchas de decenas y cientos de miles, Díaz Ordaz había pasado de la mano tendida a la amenaza de sofocar con sangre la disidencia juvenil.
El Movimiento resintió la amenaza. Había miedo, parálisis. La asistencia a las brigadas y asambleas descendió. Corrían rumores en Ciudad Universitaria: ya viene el ejército, decían, y era falso, pero algunos ya habían corrido a ocultarse. El gobierno apretaba: la policía correteaba a las brigadas y cada tanto repartía macanazos y detenía estudiantes. El CNH sesionaba dos veces a la semana y, entre otras largas discusiones, se debatía cómo reactivar a las masas. Surgió una propuesta: una marcha de silencio. Entre algunos brigadistas era una incomprensible: ¡había que gritar!, pero la propuesta fue adquiriendo fuerza, convenciendo. De repente era un acuerdo: el 13 de septiembre vendría la quinta gran marcha del Movimiento Estudiantil, misma ruta, del Museo de Antropología al Zócalo, pero ahora sin una sola consigna. Quien quisiera podría taparse la boca con cinta, ponerse un esparadrapo, pero había que permanecer callado durante el camino. Me dice Josefina: “significaba decir: ‘a pesar del miedo aquí estamos’”. Mariángeles Comesaña recurre a la metáfora: “La marcha del silencio fue el mayor grito que dimos. Era la fuerza del silencio al enorme insulto del presidente Díaz Ordaz de que éramos unos revoltosos gritones”.
El Movimiento demostró su disciplina: el silencio era tan profundo que sólo se oían los pasos acompasados de la gente como en una marcha militar. Al principio no parecía tan grande, pero a la altura de Insurgentes ya era de decenas de miles. Una vez más el Zócalo conquistado; la batalla de los símbolos la había vuelto a ganar la juventud: ni eran gritones, ni agitadores, ni agentes de una potencia extranjera contra las olimpiadas. En el mitin se rompió el silencio, hubo oradores. Esa tarde Eduardo Valle, el Búho, dio uno de los discursos más memorables del Movimiento, con una frase que se sigue citando: “Cuando se conoce lo dulce de la libertad, jamás se olvida, y se lucha incansablemente por nunca dejarla de percibir, porque ella es la esencia del hombre, porque solamente el hombre se realiza plenamente cuando se es libre y en este movimiento miles hemos sido libres, verdaderamente libres”.
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