Por José Antonio Cabello Gil
La formación y actualización docente es un elemento fundamental para garantizar la calidad del servicio que prestan las instituciones educativas, tanto públicas como privadas.
En los últimos años, la formación y actualización del magisterio ha privilegiado la formación de competencias docentes, sobre todo aquellas que preparan al profesor para cumplir el rol de facilitador, guía y apoyo del alumno, en el entendido constructivista de que el alumno es el centro del proceso de enseñanza-aprendizaje, en el contexto de que el estudiante debe “construir” su aprendizaje y el docente solamente acompañar, entre otras ideas del mismo tipo.
Esta visión constructivista, muy de moda en las últimas décadas y referente teórico de los modelos educativos que se han implementado en México y en muchos países, ha contribuido a erosionar la autoridad del docente y ha acotado el rol que le corresponde en el proceso de enseñanza – aprendizaje, causa quizás (entre otras cosas) no solo de los malos resultados obtenidos en las evaluaciones estandarizadas, tanto nacionales como internacionales (en los países que les va bien el rol del docente es protagónico y es altamente respetado) ), sino igualmente del creciente problema de disciplina y hasta seguridad que se vive en muchas de nuestras escuelas (Ferry, 2012), en tanto que la autoridad de profesor ha sido severamente devaluada.
Ahora, curiosamente, es el docente el que debe aprender y capacitarse, como si fuera el que no sabe (después de haber cursado la Normal y en muchos casos contar con posgrado) y, paradójicamente, es el alumno (que no sabe) el que debe reconstruir su propio aprendizaje, de forma prácticamente autónoma, tratándolo –de manera absurda, contra toda lógica y sentido común– como si fuera experto de lo que no es, confundiéndolo y haciéndolo creer que opinión es igual a conocimiento y autorizándolo para decir y sostener neciamente (sin saber) cualquier dicho como si fuera verdad, igualando su desinformada opinión con la de los científicos, humanistas y filósofos de la humanidad, desconociendo que “es mejor recibir hecha una cosa bien hecha que hacer por nosotros mismos algo mal hecho” (Vasconcelos, 2009). Esto en el entendido de que el fin de la educación, dice Vasconcelos, “no es tanto descubrir [o construir, diríamos ahora] como saber”.
No solo se ha acotado el rol del docente y su autoridad, sino también la relevancia de los contenidos programáticos, del conocimiento y la transmisión del mismo. En ese contexto, se ha privilegiado “lo práctico” y “la experiencia”, promoviendo (bajo la falsa apariencia de novedoso) ideas que tienen un siglo o más (ver a Dewey con su “aprender haciendo” a principios del siglo XX o a Comenius a mediados del siglo XVII o a Francis Bacon por esas mismas fechas), propiciando una visión de la educación antiacadémica, utilitaria e instrumentalizada, en donde es más importante el taller que el libro (Vasconcelos, 2009), en donde se ha identificado educación con capacitación para el trabajo, en donde se pretende que la escuela sea cada vez más divertida (la gamificación está de moda) y se parezca cada vez más al “mundo real”, cuando la escuela es justamente lo contario y el mundo (particularmente el profesional) paradójicamente tiene poco de divertido. Por el contario, la escuela es el espacio que como sociedad nos hemos reservado para ofrecerle (transmitirle) al alumno lo que no va a recibir en otro lugar, a saber el bagaje cultural que como sociedad hemos ido construyendo (ahí sí) a lo largo de la historia, prepararlo para el ámbito profesional y hacerlo miembro de pleno derecho de la sociedad de la que forma parte.
Porque, ¿qué sentido tiene ofrecerle anticipadamente al alumno lo que pronto recibirá en la fábrica? ¿Por qué mejor no darle lo que nadie ni en otro momento y lugar le va a ofrecer? Si es cierto que los aprendizajes que los alumnos reciben en nuestras escuelas pronto quedarán obsoletos, como dicen arrogantemente y con cara de preocupación los nuevos pedagogos, ¿por qué no mejor enseñarle entonces los clásicos, que tienen siglos de existencia y siguen vigentes, en vez del uso de programas y herramientas de cómputo que serán sustituidas el próximo año, pudiéndolas conocer en una sesión de capacitación en su lugar de trabajo? Porque ¿cuál es el sentido de promover la tan mentada “innovación educativa” y el uso de las nuevas TICs y TACs, si nuestros alumnos (y muchos de nuestros docentes) escasamente comprenden lo que leen y escriben correctamente?
Muchos países, incluso desde hace muchos años, han caído en la cuenta de que visiones como las aquí señaladas, lejos de mejorar sus sistemas educativos, han propiciado malos resultados. Y nosotros promoviéndolas, con orgullo y presunción, recorriendo de ida el camino por el que otros ya vienen de regreso.
La propuesta que hacemos es que, junto con los esfuerzos que se hagan para el fortalecimiento de las competencias docentes, sin duda necesarios, se haga una apuesta importante en favor de la formación disciplinar de los maestros, a través del diseño y promoción de un Programa Amplio de Formación Disciplinar Docente, de tal manera que estos sean verdaderos expertos y autoridad en los campos disciplinares que enseñan, dándole un lugar preponderante a los contenidos programáticos y a la transmisión del conocimiento, incluyendo en el paquete la recuperación de la memoria, tan injustamente vilipendiada en los “nuevos” modelos educativos.
Así, por ejemplo, un maestro de Historia debe ser un historiador, un experto en Historia (verdad de Perogrullo por la que hemos descubierto el hilo negro), dado que su función es que los alumnos aprendan historia. No se trata, como equivocadamente dijo Aurelio Nuño (Excélsior. Redacción, 2017), que los alumnos en clase de Historia obtengan como resultado del curso, un “pensamiento histórico”. Si es así, entonces el docente de Historia bien podría ser un pedagogo o psicólogo o epistemólogo o lógico o filósofo; no un historiador. Por eso, los resultados siempre serán malos. Porque se ha privilegiado la obtención de “aprendizajes clave” y de “habilidades metacognitivas”, a costa de la enseñanza del conocimiento y el aprendizaje de contenidos específicos.
Esto permitirá no solamente mejorar la calidad de los contenidos programáticos y su enseñanza, sino igualmente a rescatar el rol preponderante que tiene el docente en el proceso de enseñanza-aprendizaje, con una gran cantidad de efectos secundarios positivos.
Por lo demás, bien vale la pena hacer una apuesta por la recuperación del rol protagónico del docente, que se manifiesta primero y principalmente por el grado de competencia disciplinar que tiene sobre lo que enseña, en vez de continuar con esquemas y modelos educativos de moda que no solamente no han resuelto el problema, sino incluso –quizás—lo ha agravado. La evidencia está a la vista.
Referencias bibliográficas
Arendt, H. (1954). The crisis in education. Tomado de learningspaces.com website: http://learningspaces.org/files/ArendtCrisisInEdTable.pdf
Ferry, L. (2013). Sobre el amor (N. P. Fontsere, Trans.): Paidos.
Hirsch, E. (2013). La escuela que necesitamos (Spanish Edition) [Kindle Android Version]. Tomado de Amazon.com
Excelsior. Redacción. (30 de junio de 2017). Aurelio Nuño, en los foros más importantes de educación y ciencia. México. Recuperado el 10 de julio de 2017, de http://www.excelsior.com.mx/nacional/2017/06/30/1172980
Vasconcelos, J. (2009). De Robinson a Odiseo. Ediciones Trillas.
Totalmente de acuerdo y a favor ya que es mejor el especialista para brindar el apoyo ideal en el marco educativo excelencia educativa.
Me gustaMe gusta