Ser hijo significa tener padre y madre, es decir pertenecer a un lugar de correspondencia. Pertenecer a un lugar que genera posibilidades y deseo de desarrollarse, de crecer.
Significa tener un apellido. Tener un apellido es pertenecer a una historia que inició muy antes del propio nacimiento.
Ser hijo es ser dependiente: desde la dependencia alimenticia de la leche materna y la protección paterna, manantial de seguridad, hasta la dependencia del espíritu que siempre reclama un soporte más fuerte que la propia personalidad, aun cuando se fuera grande en virtud.
Ser hijo es ser continuación y superación del padre; expresión del padre y al mismo tiempo rebelarse ante y contra él.
Significa continuar la espiral del apellido que se expande, que no quiere límite de sí; al mismo tiempo que imprimir un sello personal.
Se es hijo siempre.
Ser hijo es, además de un beneficio de la vida, expresión de salud para la vida.
Ser hijo implica una relación bilateral de amor: el hijo se ama en sus padres y los padres se aman en sus hijos.
Implica la experiencia de esperanza y confianza: el hijo se abandona a una historia –un apellido- que no le pertenecía, que no vivió.
Y el padre se confía a una historia que no le pertenecerá ni vivirá, y de la cual dependerá su continuidad.
Ser hijo es promesa para el padre, porque el padre siempre desea que el hijo sea lo que él nunca llegó a ser.
No hay mezquindad mayor que la de un padre que tiene celos de su hijo.
Ser hijo, por tanto, es ser padre de su propio padre.
Porque el padre le engendró, le cuidó, le infundió confianza, le enseñó y educó… y le dejó en libertad.
Pero el hijo le confirió a la vida del padre una continuidad en la historia más completa que la que el padre pudo construir para sí.
Y en la entrada a la ancianidad el padre pudo, por el hijo, tener una segunda juventud, una nueva sagacidad, unos bríos nuevos para afrontar con novedad la vida ya vieja.
Y así como el padre del hijo ha tenido la responsabilidad –el yugo suave- sobre sus hombros de alimentar al hijo, de sudar con el sudor de su frente y hacer surgir callos de sus manos y arrugas de su rostro y derramar lágrimas –además de por sus propios pecados- por los errores de sus hijos, y temer por su futuro siempre incierto, todo por el bien del hijo y para el porvenir del hijo; también el hijo como padre de su padre tiene la responsabilidad –debe tomar el yugo suave- sobre sus hombros y en su corazón, de no ahogar la historia del padre, el padre que se ha convertido en su hijo, sino vivificarla. Debe devolver al padre la esperanza de cumplimiento que, desde su nacimiento, el padre depositó en él; debe tomar sus manos encallecidas, masajear sus hombros endurecidos por el yugo, contemplar sus arrugas y venerar sus canas, y poner en todo ello no sólo la marca del tiempo sino la de una historia de esperanza.
Porque, ¿iba a tener el padre el coraje de trabajar si no fuera por sus hijos?
¡Y cuántas veces, llegada la ancianidad del padre, el hijo se convierte en padre de su padre en esperanza pero también en cuidados y sustento!
Y el padre atraviesa por la senda dolorosa de convertirse en hijo de su hijo, en esperanza pero también en cuidados y sustento.
Y el padre, hijo de su hijo al mismo tiempo que padre, tiene la necesidad de ser tratado así: como padre y como hijo, con sumo respeto y sumo cariño, tanto en cuidados como en esperanza.
Y ello, ese trato, ese yugo, esa responsabilidad es un gran privilegio –acaso el más grande- para el hijo en cuanto tal.
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