Por Fidencio Aguilar
La mesa de la lectura está puesta, amigas y amigos lectores, no es difícil prever lo que cada escribiente dirá, expondrá, concluirá –si es que lo hace-, siempre tenemos una idea o una imagen de lo que cada uno escribe, casi no hay sorpresas, lo que leemos es lo que de alguna manera esperábamos y ello confirma nuestra idea del autor. En eso no hay sorpresas. Las hay no tanto por la información ni por la forma de exponerlo, sino por el texto que a veces se comparte y que es el ingrediente principal de la degustación. Y quizá es eso lo que le da sabor y “sapere” (saber) a la lectura, y entonces tendremos algo más que el lugar común.
No nos hemos olvidado de don Manuel Díaz Cid, su vida y su obra están ahí, y rendirá el fruto a su tiempo. Sus confesiones, por decirlo de alguna manera, su itinerario intelectual y espiritual, sus descubrimientos y sus revelaciones sobre lo que vio y vivió nos irán descubriendo el rostro de un hombre justo, sabio, amable. La reflexión de los últimos veinte años recoge y supera sus propias posturas, sus ideas iniciales y hasta su visión entera del mundo. Muy pronto, amable lector, lectora, conocerá una reflexión en una mesa de diálogo y de homenaje a este hombre que, después de su partida de este mundo, seguirá inspirando muchas búsquedas; la producción estará a cargo del portal de e-consulta.
Tampoco me he olvidado de mi mamá, doña Lula –como la llamaban-, que hubiese cumplido 85 años de edad el pasado 5 de septiembre; su memoria subyace en mi conciencia, a veces en mi subconciencia, o quizá más en ésta sin que yo me dé entera cuenta. Ella murió cuando yo contaba nueve años de edad, en un día de Reyes, cuando aún jugábamos –sus hijos, los pequeños- con esos escasos juguetes de plástico rudimentario. Otros tres hijos más chicos que yo, el menor de escasos dos años, que nunca la recordó y sólo la veía en sus sueños. Y seis mayores, unos adolescentes y otros ya jóvenes, el mayor de 23 años. Por cierto, recuerdo que en el velorio llegaron sus amigos, del mayor, a orar frente al cuerpo de mi madre el rosario de la Virgen que ella siempre quiso y que se esforzó porque nosotros sus hijos nunca olvidáramos que tenemos nuestra madre del cielo. Y algo realmente conmovedor también: en esa sala pequeña de la casa donde fue velada y cuando aun estaba tendido el cadáver en el suelo (en el pueblo el cadáver primero era colocado en el suelo y luego colocado en el ataúd, una vez que el sacerdote bendecía el cuerpo del difunto), en medio de cuatro o seis velas largas, mi hermano el menor, que apenas balbuceaba o pronunciaba sus primeras palabras, acercándose dijo: “¡Vamos, má, levántate ya! ¡Vamos!” Las mujeres piadosas que acompañaban el lugar, soltaron el llanto como cualquiera que hubiese presenciado esa escena.
Siempre me hizo falta mi madre, quizá por ello mi acercamiento y mi estrecho vínculo con mi papá, no lo sé, lo que sí puedo señalar es que cuando falta la madre a un niño el mundo se le viene encima, se le acaba y todo se convulsiona. Afortunadamente mi papá, mis hermanos y algunos otros familiares, acompañaron el infortunio y yo siempre me refugié en mi papá, mis hermanos, mi fe religiosa. El tiempo, empero, cura las heridas y fui creciendo y pasando el tiempo más con mis amigos, primero de la primaria, luego de la secundaria y de manera relevante del CCH, aunque tuve amigos del pueblo, y amigos de los grupos parroquiales; la guitarra, los libros y todos esos amigos fueron los nuevos compañeros. Pero la memoria de mi mamá siempre estará ahí: la recuerdo en la misa, en el rosario que gustaba y en los cantos a la Virgen, y también en los canturreos en la casa: “Allá en el camino real hay un hombre aparecido…”. Tengo en la memoria, una fiesta donde se encuentran mis papás bailando, yo estoy jugando con otros niños y de repente, cuando comienza la pieza ejecutada por la orquesta, me voy corriendo hacia ellos y entre sus piernas, los abrazo y trato de seguir el ritmo. La música y el baile también eran parte de ese gusto por la existencia y por sus momentos.
He comentado que tenía amigos de algunos grupos parroquiales y de pastoral juvenil, no sólo de mi pueblo, sino también de otros pueblos de la zona de Tultitlán-Lechería. Recuerdo con cariño a mis amigos del pueblo de San Francisco Chilpan; ahí fue donde por primera vez conocí las Florecillas de san Francisco y alguna que otra biografía del “poverello d’Assisi”. A la fecha he descubierto esa nomenclatura de Donald Spoto, no se trata (solamente) del hombre que llegó a ser santo, sino del santo que quiso ser hombre. No me he olvidado, pues, de este hombre que celebramos el 4 de octubre y que ya en las fiestas de ese pueblo de mis amigos aprendí a querer como un modelo de búsqueda de la vocación, incluso con esa sensación de que todos los cristianos estamos llamados a reconstruir la Iglesia (que fue la revelación del Señor en la iglesia de san Damián: “Francisco, reconstruye mi Iglesia). Es lo que el actual Papa, ha querido evidenciar y, sin duda, lo logrará con esos gestos tan sorpresivos, llenos de amabilidad, valentía y contundencia.
He citado el libro de Spoto, un libro que leí hace algunos años, me ha gustado por este detalle: Los estigmas de san Francisco en realidad eran llagas quizá provocadas por la lepra (no olvidemos que el “poverello” un día decidió atender a los literalmente marginados de la sociedad). Este descubrimiento me hizo ver a este santo que, en efecto, quiso ser hombre y como los hombres, enfermó de esa entonces grave e incurable enfermedad. No le importó eso. Y siguió su camino de servicio a los más pobres, los que representaban a esa condición que tanto amaba: la pobreza.
De la vida, por tanto, comprendí muy pronto su ironía, sus jugadas rudas, sus rupturas. Soy moderno en ello, ya que la modernidad es la escuela de la ruptura, precisamente, de la desconexión, del salto, en muchos aspectos, al vacío, y en medio del abismo, la sonrisa. Pero también, y gracias sobre todo a mi mamá, soy hombre de fe, o si se prefiere, de la nostalgia por la analogía, la correspondencia, la conexión entre este mundo y el otro, entre esta existencia y la del más allá. No cabe duda que esas figuras están reflejadas en la Divina comedia de Dante y en el Quijote de Cervantes, dos obras que marcan el tránsito de la edad media a la edad moderna, como lo expuso Octavio Paz cuando recibió el Premio Cervantes:
“La Comedia de Dante es el reflejo de un mundo regido por la analogía; es decir, por la correspondencia entre este mundo y trasmundo; el Quijote es una obra animada por el principio contrario, la ironía, que es ruptura de la correspondencia y que subraya con una sonrisa la grieta entre lo real y lo ideal. Con Cervantes comienza la crítica de los absolutos, comienza la libertad. Y comienza con una sonrisa, no de placer, sino de sabiduría. El hombre es un ser precario, complejo, doble o triple, habitado por fantasmas, espoleado por los apetitos, roído por el deseo; espectáculo prodigioso y lamentable. Cada hombre es un ser singular y cada hombre se parece a todos los otros. Cada hombre es único y cada hombre es muchos hombres que él no conoce: el yo plural. Cervantes sonríe, aprender a ser libre es aprender a sonreír.” [“Discurso de recepción del Premio Cervantes” en Sáenz, Liébano (compilador): Antología universal del discurso político. Los discursos que marcaron la historia de México y el mundo, tomo 2, Sanborns, México, p. 1301].
No hay existencia humana que no sea así, separada, por un lado, lo que somos de hecho y, por otro lado, nuestro deseo de infinito; esa fisura, esa distancia, esa ruptura, todos la experimentamos, es nuestra condición y nuestra situación. Si detrás de ello vemos una íntima conexión, una misteriosa correspondencia, más que ser seguidores de Dante, seremos hombres y mujeres de fe, como lo fue Dante, pero no medievales en sentido estricto. Y si además de ver –con los ojos de la fe- lo anterior, experimentamos la dislocación, la confrontación entre analogía e ironía, major dicho, si nos topamos con la gran ironía de nuestra existencia (que nada de este mundo corresponde a nuestro deseo íntimo de plenitud), si aun así sonreímos (como cita Paz de Cervantes), es que estamos y vivimos en este mundo contemporáneo, somos contemporárenos. No podia ser de otra manera, este es nuestro tiempo, nuestro mundo y nuestra tarea: buscar nuestro ser y realizarlo en la medida de lo posible, lo demás lo hará el Misterio.