Dos anécdotas para empatizar con los migrantes

Veo que la discusión en torno a la aceptación a los migrantes se ha entrampado en un moralismo feroz. Mientras unos se congratulan en criticar a quienes han sacado a orear su «pequeño Trump» y se erigen como jueces implacables de quienes discriminan, vaya usted a saber con qué motivaciones; los discriminadores esgrimen argumentos que enmascaran la idea de que el único horizonte de la vida válido es aquél que busca hacerse de mayores bienes en esta tierra, por lo que la consecuencia lógica es la acumulación de mayor poder y la contención, cuando no abierta reducción, del otro, casi al estilo del sofista Trasímaco, que justificaba la tiranía con el pretexto de la justicia.

Para contextualizar mi argumento respecto a la polarización a la que asistimos frente al fenómeno de la migración, me permitiré apelar a dos experiencias más o menos recientes.

Hace poco, antes de abordar el vagón del Metro que suelo tomar para llegar a casa, un hombre robusto burló la fila y se introdujo antes de los que estábamos formados. A punto estuve de decirle que se formara como lo habíamos hecho los demás, apelando a un simple sentido de justicia distributiva, pero no me animé porque la prudencia me hizo reconocer que el hombre me rebasaba en estatura y corpulencia, y que además lucía cansado. Por poco estuve a punto de ceder a la molestia de viajar con un «infractor» cuando recuperé el hecho de que el resto de los pasajeros nos formamos y abordamos adecuadamente el tren. No hay duda de que, de haber estado menos cansados e impresionados por la corpulencia del pasajero, le habríamos podido amonestar y hacerlo que se formara, como debía; no obstante, no ocurrió así. Ahora imaginemos que el administrador de la estación dijera: «para que nadie entre al tren violando la reglas, nadie deberá abordar jamás». Esta postura desde luego que resulta ridícula, puesto que uno de los riesgos de viajar es precisamente que existan vivales que se metan a los vagones sin formarse, por lo que parar todo el tráfico ferroviario por este motivo es estúpido.

Otra experiencia que quiero contar es la vez en que acudí con mi familia a Etla, Oaxaca, y mi madre invitó a comer a un hombre que recitaba poemas para ganarse la vida. Su gesto me tomó por sopresa y dentro de mí, ay, tengo que admitir, se generó una resistencia. Cuando llegamos al mercado y pedimos barbacoa, me tocó sentarme con Johny, el poeta invitado, y conforme platicábamos pude conocer algo de su vida, es decir, comenzó a serme familiar su circunstancia y las resistencias desaparecieron. En su historia estaba también algo de la mía: la pasión por la literatura, el andar de un lugar a otro, la lejanía de la familia… Johnny estuvo muy agradecido por la comida y por la compañía y antes de despedirnos nos dio las gracias y dijo: «nunca había sido tratado así». Sus palabras me avergonzaron porque inicialmente su presencia había sido incómoda para mi.

Para comprender la necesidad de los migrantes hay que tener la experiencia de estar necesitados, pero esta experiencia es cada vez más difícil de vivir en los ambientes autosufientes y poco solidarios en que nos desenvolvemos. Aunque si escarbamos bien, nos daremos cuenta de que sí lo estamos, de una u otra forma y que reconocer este hecho es de gran ayuda para solidarizanos con los migrantes.

También hay que entender que aunque haya algunos que siempre pueden optar por el mal, no necesariamente es lo que busca la mayoría. Así como los viajeros de un tren quieren llegar a su destino, la mayoría de los migrantes aspira a conseguir una buena vida y estarán dispuestos a seguir las normas. Lo que pieden es que se les abran las puertas y se les permita seguir su camino. No olvidemos que para muchos es cuestión de vida o muerte, pues vienen de contextos de violencia y pobreza. Ah, y tampoco hay que olvidar que todos, de un modo u otro, hemos violado alguna regla en algún momento de nuestras vidas, por lo que uno de los derechos humanos fundamentales debería ser el de volver a empezar.

LAS MEDITACIONES DE TESEO

«Educa a tus hijos con un poco de hambre y un poco de frío».

Confucio

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