La felicidad humana no es otra cosa que la respuesta de amor al Dios que nos ha creado

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario

Ciclo B

4 de noviembre de 2018

Perfecto por los siglos. Así es el sacerdocio del Hijo, en el que la palabra de Dios se ha comprometido con una nueva y definitiva alianza. En el Antiguo Testamento, a las múltiples fragilidades que caracterizaban a sus sacerdotes, había que añadir su muerte, que les impedía permanecer en su oficio. Nuevos sacerdotes eran siempre necesarios. Jesús, en cambio, vive. Vive siempre. El mismo que hizo suyas nuestras debilidades y atravesó por la muerte, vive para siempre para interceder por nosotros. Él no ha de ser sustituido por nadie, porque ha vencido a la muerte. Todo el fragmento de la segunda lectura que hemos escuchado proclama la resurrección del Señor como el principio por el que queda establecido, realidad permanente y eficaz, el sacerdocio que no pasa. Su vida por los siglos, en la que ya no nos referimos solamente a su condición divina, sino también a la glorificación en su naturaleza humana, es el éxito definitivo de la voluntad divina de asociarse con nosotros. En Cristo resucitado, la humanidad ha vencido a la separación de su fuente originaria, que es Dios. La cercanía divina se ha hecho para el hombre incorporación, asimilación. Todo lo que bloquea nuestra plenitud ha sido superado, ante todo el pecado y la muerte. Por eso se nos concede la salvación, que no es otra cosa sino la íntima cercanía con Dios. En efecto, Jesús es capaz de salvar, para siempre, a los que por su medio se acercan a Dios, ya que vive eternamente para interceder por nosotros. Esta adhesión se llama también santidad. Es tan profunda que nos marca con el sello bautismal, nos habilita a la alabanza del Dios vivo, especialmente en el ejercicio sacerdotal eucarístico, y eleva nuestras acciones de bien al nivel del mismo bien divino, como amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Es, finalmente, vocación a vivir también con Él, para siempre, participando en nuestra humanidad de su glorificación. Es la cercanía victoriosa de Dios, por medio de su Hijo, nuestro hermano.

La plenitud humana, la felicidad humana, la vida del hombre, no es otra cosa que la respuesta de amor al Dios que nos ha creado, el único Señor de cielo y tierra. Por eso Israel recordaba diariamente, como ejercicio de su condición de pueblo elegido, que debía amar al Señor, su Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Con toda la mente, añadiría Jesús. Es el amor que, enturbiado por el pecado, podía tropezar en idolatrías y descuidar la huella divina impresa en cada ser humano. Pero es el amor que Jesucristo enseña y vuelve a hacer posible. El amor santo. Por eso en el diálogo que tiene hoy con el escriba que se aproximó a él, subrayó el mandamiento primario del amor a Dios, y junto a él señaló, equiparándolos, el de amar al prójimo como a uno mismo. El amor es la máxima proximidad de quienes cuentan con identidad propia, y se realiza como intimidad y comunión, como respeto y servicio, como reconocimiento y homenaje. La enseñanza de Jesús hizo eco en el corazón conmovido del escriba, que la acogió como una convicción propia. Y el mismo Jesús rubricó la cercanía divina en aquella búsqueda honesta: “No estás lejos del Reino de Dios”. Las palabras expresaban al corazón, haciendo ver que el camino de la comunión se estaba recorriendo.

Nuestro sumo sacerdote es santo, inocente, sin mancha. Con estas notas llevó a cabo la ofrenda de su vida, para salvarnos. Santo en su palabra y en su obra, en su cariño y en sus ejemplos. Santo porque es totalmente del Padre, Dios con Él. Pero también esa santidad impregna toda su naturaleza humana, de modo que en ella no hay mancha ni culpa alguna. Es, como víctima y como sacerdote, perfecto. Esto es lo que lo separa de los pecadores, como principio de redención para ellos. Esa separación, que es santidad, reivindica para nuestra naturaleza una condición renovada, y nos la entrega precisamente al ser encumbrado sobre el cielo. Su presencia en el cielo hoy nos puede parecer lejanía. Y, sin embargo, es todo lo contrario. Su estabilidad ante el Padre es lo que nos junta a Dios, lo que derrama sobre nosotros su Espíritu de santificación, lo que lleva a cumplimiento nuestra vocación humana en su más honda raíz. Y es también lo que nos redime, acercándonos a Él, porque derrota también en nuestra carne el pecado por su gracia.

Al celebrar la Eucaristía, como Iglesia, no hacemos sino participar, como pueblo sacerdotal, del misterio pascual de nuestro Señor. Toda la liturgia es signo de la cercanía de Dios, al paso de nuestra peregrinación terrena. Conviene hoy hacer experiencia de esta cercanía. Él está cerca. Más cerca que nuestro vestido, que nuestra piel, que el aire que respiramos. Cercano como la hondura de nuestros corazones y la altura de nuestra vocación. Cercano como lo ancho del amor que podemos brindar a los hermanos y tan largo como cada episodio de nuestra existencia. Su cercanía es el hálito de amor espiritual que vibra en nuestra carne y nos santifica. Es la palabra que escuchamos con devoción y el pan del cielo que nos nutre con vida eterna. Es la presencia que adoramos y el sacrificio en el que somos redimidos y se le da sentido a todo lo que nos toca. Es la santidad en la que somos integrados, a la que somos convocados, en la que rebasamos todo límite sin diluir nuestra consistencia. Tú, Señor, has mostrado tu amor a tus elegidos. Tú eres, Señor, nuestro refugio, nuestra salvación, nuestro escudo, nuestro castillo. Bendito seas, que nos proteges. Que tú, nuestro salvador, seas por siempre bendecido.

Lecturas

Del libro del Deuteronomio (6,2-6)

En aquellos días, habló Moisés al pueblo y le dijo: Teme al Señor, tu Dios, y guarda todos sus preceptos y mandatos que yo te transmito hoy, a ti, a tus hijos y a los hijos de tus hijos. Cúmplelos siempre y así prolongarás tu vida. Escucha, pues, Israel: guárdalos y ponlos en práctica, para que seas feliz y te multipliques. Así serás feliz, como ha dicho el Señor, el Dios de tus padres, y te multiplicarás en una tierra que mana leche y miel. Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Graba en tu corazón los mandamientos que te he transmitido.

Salmo Responsorial (Sal 17)

R/. Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza.
Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza,
el Dios que me protege y me libera. R/.

Tú eres mi refugio,
mi salvación, mi escudo, mi castillo.
Cuando invoqué al Señor de mi esperanza,
al punto me libró de mi enemigo. R/.

Bendito seas, Señor, que me proteges;
que tú, mi salvador, seas bendecido.
Tú concediste al rey grandes victorias
y mostraste tu amor a tu elegido. R/.

De la carta a los hebreos (7,23-28)

Hermanos: Durante la antigua alianza hubo muchos sacerdotes, porque la muerte les impedía permanecer en su oficio. En cambio, Jesús tiene un sacerdocio eterno, porque él permanece para siempre. De ahí que sea capaz de salvar, para siempre, a los que por su medio se acercan a Dios, ya que vive eternamente para interceder por nosotros. Ciertamente que un sumo sacerdote como éste era el que nos convenía: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y elevado por encima de los cielos; que no necesita, como los demás sacerdotes, ofrecer diariamente víctimas, primero por sus pecados y después por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Porque los sacerdotes constituidos por la ley eran hombres llenos de fragilidades; pero el sacerdote constituido por las palabras del juramento posterior a la ley, es el Hijo eternamente perfecto.

R/. Aleluya, aleluya. El que me ama cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y haremos en él nuestra morada, dice el Señor. R/.

Del santo Evangelio según san Marcos (12,28-34)

En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo .No hay ningún mandamiento mayor que éstos”. El escriba replicó: “Muy bien, Maestro. Tienes razón cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y que amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

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