Es una situación común leer en las redes sociales muchos chistes sobre los llamados “Millennials”, que por cierto cada vez me queda menos claro quienes son: según mis cálculos algunos ya deberían peinar alguna cana. El caso es que se les acusa casi siempre de ser personas frágiles, torpes, demasiado indulgentes y obsesionadas consigo mismas, narcisistas e ignorantes de todo aquello que no pertenezca a los dominios de la inmediatez. No ignoro que, como en todos los clichés, hay algo siempre de verdad, algo sobre lo que se monta, deformando o sintetizando, la caricatura. Pero a mí me interesa lo otro, lo humano, y si me permiten una petulancia, lo profundo, lo que subyace a la experiencia cotidiana de las personas.
Detrás de ese desprecio hacia los más jóvenes me parece identificar un desplante señorial que no busca en modo alguno enmascarar el desprecio. Los viejos, como lo han hecho siempre desde la noche misma de los tiempos, evitan a toda costa compartir las riendas de un mundo que consideran suyo por derecho propio; no es muy difícil ver también en todo esto el deseo de marginar esas otras formas de vida que son asumidas como amenaza moral o política. Tras el chiste se esconde un conservadurismo viejuno tanto como un inmenso miedo a perder el “control” de las cosas; es como si el mundo, con sus virtudes y defectos, no precisara de ninguna rectificación o adaptación creativa. Una de las formas más efectivas de evitar el miedo a lo desconocido es la repetición neurótica: de eso se trata en el fondo el ataque burlesco a los más jóvenes. Es una completa idiotez y debe ser combatida por todos con independencia de nuestra edad.
Los desencuentros generacionales son siempre una pérdida. Solo en la asociación de experiencia y empuje creador es posible alcanzar el matrimonio más acabado entre la pasión y la inteligencia humanas. Por otro lado, tengo el privilegio de trabajar diariamente con los más jóvenes ¾algunos casi niños¾ y lo que entre ellos encuentro dista mucho de ser frivolidad o insensatez; como todo los seres humanos, ellos van abriéndose paso en la vida y buscan realizarse encontrando sentido en sus acciones y reflexiones, en sus múltiples apuestas cotidianas. Sobre sus espaldas pesa el deber de construir los días que vienen, y deben hacerlo en el contexto de una crisis ambiental de carácter planetario creada por la voracidad insensata de los que ya se han muerto. El tiempo es suyo, ellos son los pequeños maestros de los grandes mañanas; así que es hora de mirarlos con menos condescendencia y con más respeto, me parece.
Hoy que en el país, en sintonía con cierta rebelión senil de carácter global, se ha alzado una gerontrocracia reacia a toda vinculación intergeneracional, es menester pensar en estas cosas, y aun más, decirlas, volverlas acción y destino. Debemos combatir a los guerreros de la nostalgia, a todos esos reaccionarios, profetas del ayer que vuelven para secuestrarnos según las ordenanzas de sus prejuicios más rancios. Tenemos que abrirnos al impulso natural de la vida, que es maestra de las renovaciones infinitas; debemos escuchar y bajarnos de los púlpitos, que de nada sirven en un contexto de rapidez y cambio como en el que vivimos. Aceptemos para el bien de todos que nuestro mundo va muriendo y es preciso colaborar generosamente con los que van llegando, y hacerlo con inteligencia y con un profundo sentido de pertenencia a una especie, la especie humana. Yo creo en esta idea hoy tan debatida, la del progreso, que consiste en llevar siempre un poco más allá la estafeta; tengo para mí que una vida plena es aquella que aporta y suma, que impulsa y proyecta con amor hacia un tiempo que no verán nuestros ojos. Es un milagro, es fe.
Recordemos, pues, la siguiente ley fatal: un país que camina de espaldas al futuro es un país que tarde o temprano habrá de caer en el abismo. Ad astra per aspera.