Lo que ocurrió en la tierra fue fiesta en el cielo

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

Ciclo B

11 de noviembre de 2018

Una sola vez. Una sola vez, en el momento definitivo de la historia, se manifestó Cristo, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Una sola vez se ofreció, para quitar los pecados de todos. Del mismo modo que está establecido en el orden natural que una sola vez muramos, al cerrarse el ciclo de nuestro propio itinerario terrenal. La unicidad de nuestra muerte, episodio de máxima soledad, está relacionada con la unicidad de la muerte de Cristo, que convirtió su propia muerte en la manifestación plena de Dios, en la alianza inquebrantable que vence nuestras agonías. Del mismo modo que en nuestros ritmos históricos se repiten las costumbres y los usos, integrándonos en los círculos a lo que nos confiere identidad y pertenencia, pero quedando siempre como a merced de un último movimiento que eficazmente nos revele nuestra más profunda realidad y nos dote de sentido, el misterio de la Cruz abre una puerta en la que la luz celestial se filtra y nos otorga la verdad, el espacio genuino de la vida. Para entenderlo, nos conduce al momento de nuestra muerte, no porque hayamos de recorrer nuestras sendas asustados, con una amenaza constante, sino al contrario, para que entendamos que el tiempo que se nos escabulle encuentra el clímax en su comunión con la eternidad. En la unicidad de la muerte se resuelve el propio misterio, no como un vacío absurdo, sino como una promesa cargada de vida.

Esto no significa que solo en la muerte se selle lo definitivo. Más bien de cara a la muerte los pequeños detalles de la existencia cotidiana alcanzan su verdadero valor. ¡Cuántas veces nos enfrascamos en batallas inútiles, nos angustiamos con problemas sin rostro y nos empecinamos en proyectos perdidos! Mientras tanto, a nuestro propio alrededor pueden estar sucediendo los episodios verdaderamente relevantes, los que Dios mira con atención, y nosotros, por nuestras veleidades y frivolidades, los dejamos pasar sin contemplarlos, o perdemos la oportunidad de ser sus protagonistas, ocupados, como estamos, en asuntos intrascendentes. Tanto en el Evangelio como en la primera lectura, una anécdota que parece irrelevante deja ver algo de muerte y sacrificio que, sin embargo, recibe la aprobación del juicio divino. Cuando Elías, el hombre de Dios, pidió a la viuda agua y pan, ella había afirmado con verdad: “Voy a preparar un pan para mí y para mi hijo. Nos lo comeremos y luego moriremos”. “No temas”, sin embargo, le contestó Elías. “Anda y prepáralo como has dicho; pero primero haz un panecillo para mí y tráemelo”. La mujer lo hizo, y, a partir de ese momento ni la tinaja de harina se vació, ni la vasija de aceite se agotó. El milagro no debe entenderse sólo como un favor celeste para resolver problemas pasajeros. Era el signo de que Dios reconocía aquella generosidad extrema de la mujer pobre como una donación de muerte que, en realidad, otorgaba vida. A los ojos de la viuda, todo parecía diluirse, y no quedaba esperanza. No obstante, la generosidad de su corazón se constató en su gesto. Y fue recompensada. En el Evangelio, como contraste con los hombres arrogantes y autosuficientes, el Señor Jesús se detiene para alabar a la mujer que ofreció para el templo dos moneditas de poco valor. Y Él mismo ratifica el alcance de su acción: no entregó lo que le sobraba, sino lo que tenía para vivir. Y ese salto de muerte mereció su reconocimiento divino, actualizado en su naturaleza humana con un corazón conmovido: ella echó en la alcancía más que todos. El dueño del templo juzgó con firmeza, imprimiendo a su palabra un toque de ternura que sobrepasa toda gratificación humana. Ese juicio definitivo es el único que vale la pena escuchar. Desde él, de cara a la muerte y a todos los miedos humanos, se puede aquilatar el valor de las acciones.

Cristo, al resucitar y ser glorificado, no entró a un templo construido por manos humanas. Llevó a la presencia de Dios nuestra propia condición humana, triunfante y radiante. Su muerte no fue el precipicio absurdo del silencio, sino la palabra victoriosa que redime lo fugaz. El pan y el agua de la viuda de Sarepta obsequiados a Elías, las dos moneditas sin valor de la viuda del templo, al ser entregas totales de corazones generosas se equiparan y se asocian, por gracia, al don de Cristo en la Cruz. Así, esas pequeñas muertes se volvieron colosales hazañas, dignas de ser hoy recordadas en la celebración de la fe. Y no es una exageración nuestra afirmarlo: la misma palabra de Dios lo consigna, para nuestro bien. Lo que ocurrió en la tierra fue fiesta en el cielo.

Al considerar la unicidad de nuestra muerte y la relevancia de las acciones más discretas, aparece ante nuestros ojos el verdadero alcance de la liturgia de la Iglesia. Lo definitivo está aquí, cumpliéndose como alabanza. Aunque parezca repetición, en realidad es la incorporación de nuestras muertes cotidianas al único sacrificio que nos ha dado salvación. El tiempo queda abierto a la eternidad porque Cristo, nuestro sacerdote, está a la derecha del Padre, y podemos valorar lo que hacemos no desde criterios mezquinos y pasajeros, sino desde el juicio de Dios, tan lleno de ternura. Ahora mismo lo aprendemos y agradecemos, y nos disponemos a asumir la lección. Dos viudas son maestras de luz. El Reino de Dios se nos manifiesta también con su sacrificio. Con humildad, hagamos también lo mismo. Participemos de la alegría del cielo

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