
Por Pedro Ayala del Valle
El verbo “tener” es una palabra que debemos utilizar con el matiz adecuado según sea el sentido la realidad que tratemos.
Uno dice usualmente “tengo una mascota”, “tengo papás”, “ella tiene su lápiz”, “tengo hermanos”, “tengo amigos”, “¿tienes tiempo?”, “¿tienes sed?”.
En el uso cotidiano entendemos el sentido que tiene cada una de estas frases y sin problema reconocemos que la acción de tener se realiza de manera distinta. Si queremos hablar con el sentido ajustado con lo real – el sentido justo- no podríamos decir que “tenemos sed” del mismo modo que “tenemos un lápiz”.
Cuando relacionamos al tener con el derecho, debemos igualmente tener cuidado de no confundir el sentido de ambos. ¿Tener derecho es como tener un lápiz?
El derecho es lo que naturalmente cubre una necesidad en orden a la plenitud de la persona. El derecho es reconocido por la ley, pero propiamente no lo otorga ella. El derecho surge de la persona, no de la ley. Hay ocasiones en que la ley no reconoce el derecho; pero también hay ocasiones en que la ley “otorga” derechos, que realmente no existen.
Veamos cómo utilizar con precisión el verbo tener en distintos casos y la posible relación con el derecho.
En primer lugar, la sed es un estado de necesidad o carencia de hidratación. En ese estado están eventualmente los seres vivos y una vez hidratados salen de él. La sed no es una cosa, por eso propiamente no puede ser tenida, manipulada o poseída ni adueñada. Por ser un estado del organismo vivo, puede modificarse y eliminarse. Es un estado negativo, de carencia que debe ser satisfecha. Al ser una necesidad y no un satisfactor, es contradictorio suponer que haya un derecho a ella. ¿Sería lógico que alguno dijera: “tengo derecho a tener sed”? No hay derecho a la sed, pero sí hay derecho al bien que quite la sed: al agua. Por la grave afectación contra la vida que provoca la sed podemos identificar que el derecho al agua es primordial.
En segundo lugar, el lápiz es una cosa, un instrumento con una finalidad específica que es dibujar o escribir, aunque también puede ser utilizado para otros fines. Como cualquier cosa instrumental puede ser tenido, manipulado o poseído. Es susceptible de tener dueño, es decir, de ser dominado. El lápiz, por su naturaleza, puede ser propiedad de una persona. Esa persona lo poseerá justamente (con derecho) si lo utiliza de acuerdo con su fin específico o de acuerdo con una finalidad que no sea contraria al orden natural. Así, cualquier persona tiene derecho a tener un lápiz para escribir, pero no tiene derecho a tenerlo para picarle los ojos a las mascotas de los vecinos, aunque lo haya comprado con su dinero.
Tendrá derecho a poseer varios lápices de ornato o colección, pero nadie tiene derecho a poseer todos los lápices del mundo, habidos y por haber, aunque pueda pagar por ellos.
La ley que vaya de acuerdo con ese derecho, será una ley realmente justa. La ley que legitime lo contrario será realmente injusta, por eso, cuando haya una ley que al vecino le dé el derecho de tener un lápiz para picarle los ojos a las mascotas de los otros, uno puede objetarla y no obedecerla, sin problema.
En tercer lugar podemos afirmar que el tiempo es la medida del movimiento, en el caso de los seres vivos el tiempo coincide con la vida. Uno dice que tiene tiempo porque tiene vida o con una suposición sensata prevé que la seguirá teniendo: uno puede decir que tendrá tiempo el próximo fin de semana para ir al cine con sus papás o estudiar para los exámenes porque supone que seguirá vivo y así podrá realizar alguna de esas actividades, sin embargo, por su propia naturaleza, el movimiento o la vida propiamente no pueden ser tenidos, ni poseídos ni manipulados.
La capacidad del ser vivo no alcanza para adueñarse de la vida, por eso en determinado momento se le termina sin remedio. Las personas podemos controlar y cambiar el modo como contamos el tiempo, pero no podemos regresar ni adelantar ni la mínima fracción. Podemos poner las condiciones que limiten la vida perjudicándola o poner las condiciones que la favorezcan, pero propiamente no podemos dominarla, ser sus dueños.
Pretender ser el dueño del tiempo o de la vida cabe solo en la fantasía, quien intente realmente serlo, efectivamente no lo logra, y si quería provocar el asombro al conseguirlo, su empeño solo resulta en el ridículo o la pena. El tiempo o la vida es un hecho en los seres vivos.
Como el ser vivo no existe antes de tener vida, su vida no es un bien que esté por tener, su vida no satisface a alguna necesidad previa suya, por eso propiamente la vida no es un derecho que se le deba a alguien que no la tiene. La vida es un bien, el mayor bien, el primero que tiene un ser vivo. Es un bien que es mucho más que un derecho.
Cuando se defiende el derecho a la vida, con precisión debería decirse que se defiende el derecho a conservar y desarrollar la vida que ya se tiene; a que no se le quiten las condiciones que la permiten, es decir, a que no se le impongan artificialmente límites que la terminen.
Esto queda muy claro en relación con el ser humano, cuya vida inicia en la concepción, sin la intención deliberada del padre ni de la madre, aunque con la deliberada cooperación material de ambos. Lo que voluntariamente producen el padre y la madre son las condiciones para que se engendre un nuevo ser humano, pero no deciden ellos que viva, ni el momento en que empiece a vivir, ni que esa vida continúe sin tropiezos; ni queda sujeto a su elección el tipo de vida para el engendrado (no pueden decidir que lo concebido sea una vaquita marina).
El derecho a la vida se refiere a un bien que ya se tiene, no a un bien que esté por tenerse. De ahí que haya sido puesto a debate desde el caso de los niños ya vivos en el vientre de su madre; y ni se haya planteado siquiera el derecho a la vida de ningún personaje difunto.
La vida propiamente no se posee, por eso, en el más preciso sentido, no existe el derecho de poseer vida. La vida se tiene, pero en un sentido particular como corresponde a los bienes primarios.
No es posible el derecho a adueñarse de la vida pues no es un bien que pueda ser poseído. Por la misma razón, no puede hablarse a la inversa de un derecho a no tenerla; afirmación que se argumenta en los casos de “muerte asistida” que son un tipo de eutanasia activa que cuenta con el concurso del asesinado.
Derivada de la imposibilidad del “derecho a no tener vida” es la contradicción del derecho al suicidio. No es posible el “derecho a suicidarse”.
El derecho a la vida es el derecho al tiempo, y con precisión significa el derecho a disfrutarlo plenamente según conviene a la realización de la naturaleza de cada individuo específicamente humano.
Al darnos cuenta de la identidad entre vida y tiempo, podemos reconocer el intenso valor de todo aquello que posibilita aprovecharlo adecuadamente, y al mismo tiempo es posible percatarse de la nocividad de todo aquello que les estorba o que ayuda a perderlos. Las distracciones son benéficas cuando colaboran con la plenitud de la vida, pero dañan cuando sirven para perder el tiempo. Perder el tiempo es perder la vida. Y esta pérdida nunca se recupera.
En un cuarto lugar quisiera decir que entre el lápiz y la vida humana podemos ubicar la vida vegetal y animal, cuyas naturalezas son evidentemente de mayor excelencia que las de las cosas naturales y artificiales, y distintas de la de las personas. La distinción de naturaleza implica también la distinción de valor, pero en ningún caso se justifica el desprecio de lo menos valioso. Devaluar tanto como sobrevalorar son los dos extremos de la misma injusta actitud de quien no atiende a la realidad tal cual es.
En la relación con los animales el ser humano está obligado a realizar una tenencia cuidadosa. Puede ser dueño, puede dominar, pero atendiendo al límite propio de la naturaleza de cada animal. Que la responsabilidad sea totalmente del ser humano se nota más en que, en los casos de abuso contra plantas y animales, lo que resalta claramente es la denigrada humanidad del abusador al minusvalorar a la planta o al animal.
Existe el derecho a tener plantas y animales, a poseerlos, y ese derecho tiene sentido en cuanto está ordenado al perfeccionamiento de la naturaleza de esos seres y de la del ser humano. No hay derecho para la acción contraria a ese perfeccionamiento. Sí hay derecho a preservar una especie o a mejorar sus características propias. No hay derecho a contaminar, no hay derecho a deforestar, no hay derecho a lastimar por diversión. Sería muy interesante responder si verdaderamente hay derecho a la caza deportiva.
En quinto lugar, miremos a una especial situación del tener y del derecho: la que se da en la relación entre seres humanos.
Coloquialmente afirmamos que la esposa tiene esposo, que la madre tiene hijos, que los hijos tienen padres y también tienen tíos y tienen abuelos, que uno tiene amigos o que el novio tiene una novia. Al afirmar que uno tiene a otro se indica una relación esencialmente distinta que la que se da con las cosas, las plantas, los animales.
Propiamente lo que se quiere decir es que se tiene una relación de cierto tipo con el otro: el que engendra tiene una relación de padre con el engendrado. Éste tiene una relación de hijo con sus padres. El padre tiene una relación de esposo con la madre si su dedicación a ella ha querido asentarla en la estabilidad de la ley natural (podemos decir divina) y positiva (puesta, formulada por el hombre). Así hay otros tipos de relaciones según la situación de los términos: nieto-abuelo, sobrino- tíos, gobernado-gobernante, ciudadano-Estado, cliente- empresa, empleado- patrón.
En la relación entre personas de ninguna manera cabe que el tener signifique posesión, manipulación o dominio. Este significado es imposible debido a la naturaleza humana, con la cual, la única relación justa es de encuentro atento, es decir, de amor verdadero en el más elevado sentido.
Así, que el abuelo tenga nietos no significa que sea su dueño ni que pueda manipularlos a su antojo.
Que el esposo tenga esposa no justifica ni mínimamente en ninguna circunstancia que se considere su dueño. Del mismo modo puede afirmarse esto a la inversa: no es válido que la esposa se adueñe de su esposo.
Los hijos no son propiedad de los padres. Éstos no son dueños de los hijos, ni de manera alguna pueden reclamarlos como cosa que les pertenezca. Menos aún pueden tratarles como satisfactores. Afirmar que el padre o la madre tienen a sus hijos para satisfacer sus anhelos, es una de las más abyectas injusticias que se puede infligir a una persona: es ser rebajado al nivel de cosa por los mismos que están naturalmente puestos para mostrar que el valor verdadero es que es digno de ser querido por sí mismo, amado por ser quien es.
El Estado, el gobernante y el patrón tienen su razón de ser en el servicio por el cual su labor provee al ciudadano, gobernado, o empleado de los medios necesarios para el pleno desarrollo de sus capacidades mirando íntegramente a todas las potencias de la naturaleza humana. La acción de dominio o manipulación es en todo caso un abuso, y su consecuencia inmediata es la invalidación de esa relación. En caso de abuso es justo terminar la relación.
Debido a que un individuo no tiene relación de alteridad consigo mismo, no tiene sentido hablar de algún tipo de auto relación, y debido a esto es evidentemente insensato afirmar que uno es dueño de sí mismo.
Atendiendo a la naturaleza humana puede afirmarse contundente, clara y precisamente que no es posible el derecho a tener esposo, tener hijos, tener gobernados, empleados o clientes como cosa o propiedad. Con la misma contundencia y claridad puede afirmarse que es impreciso hablar de auto posesión, siendo esta realmente imposible.
A esto se añade la característica particular de la libertad que es propia de cada individuo y naturalmente es inalienable, pues no puede ser ejercida por uno en lugar de otro.
Así pues, el derecho a tener un cónyuge solo puede entenderse como el derecho a contar con las condiciones debidas para que el individuo pueda entrar en relación con quien libremente acceda al encuentro ordenado a la plenitud de su humanidad íntegra. El derecho a tener cónyuge no puede entenderse como la deuda para encontrar compañía ni para satisfacer gustos, menos aún para consentir caprichos.
Del mismo modo, el derecho a tener hijos se entiende justamente solo como las condiciones que deben darse para que libremente, sin coacción ni suplantaciones artificiosas se engendre un nuevo ser humano.
Propiamente no hay derecho a tener hijos, sino derecho a tener los elementos necesarios para concebirlos, y procurarles el desarrollo íntegro y cabal de su humanidad.
Pero aquí aparece algo interesante: los padres no tienen propiamente el derecho a tener hijos, pero todos los individuos, particularmente los recién nacidos, infantes, púberes, adolescentes y jóvenes sí tienen derecho a tener padres. Esto es así porque los padres son un bien necesario para el ser humano especialmente en las edades mencionadas. Siendo necesario, ese bien es debido. Se le debe, es un derecho.
Los padres son necesarios para el desarrollo del individuo, por eso son un derecho. Pero los hijos no son necesarios para el desarrollo de la humanidad de los padres, por eso no son un derecho.
Para el óptimo desarrollo de las potencias físicas, psíquicas y espirituales (inteligencia y voluntad) del hijo es necesario tener a los progenitores (quienes le engendraron), sin embargo, en caso de que su compañía sea imposible por defecto de su presencia o por defecto físico, psíquico o espiritual, entonces es válido proveer a la persona menor, de padres adoptivos.
La adopción es una respuesta al derecho del hijo. En ningún caso es justo como cumplimiento de derecho alguno de los padres.
Debido a que la progénesis implicó a solo un individuo humano femenino y a solo un individuo humano masculino, la adopción es justa solo proveyendo a un individuo femenino y a uno masculino.
Proveer de padres del mismo sexo es una acción que desatiende al derecho del adoptando. Tan injusta como dar un vaso vacío al sediento.
No se pone en duda la capacidad física o afectiva (psíquica) de los que pretenden adoptar. Ni de heterosexuales ni de homosexuales. Tampoco la posibilidad económica para proveer de bienes de consumo al adoptando. Esas capacidades no son suficientes por sí mismas para satisfacer la justa deuda de amor y atención a ninguna persona.
Lo que sí es definitorio es la capacidad espiritual, por la cual se provea a la inteligencia del desarrollo hacia la búsqueda y el encuentro constantes con la verdad, y a la voluntad libre del desarrollo en la opción y procuración del orden justo con todos los factores que integran la naturaleza, es decir, desarrollo conseguido por la elección y operación del bien y de la belleza.
En contados casos de parejas heterosexuales se encuentra esta disposición de la inteligencia a la verdad y de la voluntad libre al bien.
En las parejas homosexuales puede ser evidente la indisposición de la inteligencia para reconocer la realidad tal cual es (al confundir masculino con femenino o no tener clara su propia identidad) y de la debilidad de la voluntad, nublada para diferenciar entre verdadero bien y satisfacción del gusto.
En suma, en la relación entre personas es justo solo lo que propicia el encuentro. Se tiene derecho solo a lo que propicie el desarrollo pleno de cada persona.