
Asomarnos a la realidad del mundo es ahora mismo un deporte de alto riesgo. Resulta profundamente descorazonador observar las dimensiones de la polarización que parece reinar por todos lados y que pone en riesgo los cimientos mismos de la democracia liberal en occidente; a las instituciones les ha surgido un enemigo feroz: el autócrata convencido de que él y solo él encarna la voluntad del pueblo al que pertenece. No se trata de algo nuevo, qué va, la historia del siglo XX da cruda cuenta de la sangre y el horror que estos sátrapas causaron a la humanidad. Se sabe, lamentablemente.
Muchas son las razones por las cuales se pretende explicar la aparición recurrente de estos demagogos manipuladores de la voluntad popular, pero yo me quedo con una que, a mi juicio, expone con mayor hondura y potencia la realidad del autoritarismo: una educación pobre.
El demagogo progresa en la medida en que no existe un espíritu crítico capaz de discernir la propaganda que sale día y noche de su boca. Un público eminentemente emocional será siempre receptivo al mensaje del charlatán; se trata de una masa dócil al estímulo de un pathos conmovedor que interpela más las tripas que el cerebro. Aquí radica el problema principal: la ausencia de un filtro crítico que solo puede existir en las personas con una educación medianamente funcional. No olvidemos que la primera misión de cualquier aparato propagandístico es hacernos creer que la verdad ha muerto: este es su más urgente cometido.
Se educa para la libertad, es decir, se educa para la crítica, que es la primera y principal línea de defensa de cara a los manipuladores y los ideólogos. No perdamos de vista que quienes sucumben a la seducción de los líderes autoritarios lo hacen delegando su voluntad en ellos porque creen que al hacerlo se liberan también de la responsabilidad y la angustia que esta conlleva; “el miedo a la libertad” decía Fromm para referirse al vértigo que nos genera ese abismo luminoso pero incierto que es la vida. Una persona educada entiende perfectamente el valor de su voluntad, su autonomía, su capacidad de analizar y comprender la existencia y las circunstancias particulares que le rodean; se trata de alguien que ha alcanzado un estado de adultez, por lo cual ejerce los plenos poderes de su ciudadanía. Por otro lado, el hombre-masa es el pobre ser condenado a una infancia perpetua, por eso reclama con desesperación esa figura tutelar que lo proteja con el cariño y el rigor que un padre se hace cargo de sus pequeños. Un papá cuida, es verdad, pero también manda, y solo los pusilánimes pueden aceptar con alegría que alguien más, el estado o el déspota, ordene sobre sus cabezas.
Lo primero que debemos hacer de cara a las grandilocuencias del manipulador en turno es colocarlo todo en cuarentena, pensar por analogía, hacer preguntas, conocer la historia y, sobre todo, poseer la humildad suficiente para reconocer y escuchar a los expertos. No olvidemos que uno de los primeros síntomas de la ignorancia es la soberbia, es esa sensación de omnipotencia que lleva a las personas y a los pueblos a cometer muy grandes barbaridades. Se arrepentirán después, y está bien que lo hagan, pero no podrán borrar el daño hecho: la memoria y la historia suelen ser siempre jueces implacables.
Luchar por la libertad, pues, es luchar por la educación, y hacerlo todos los días, con dignidad y simplicidad, en nuestra conciencia, en nuestra intimidad doméstica y en la plaza pública. El futuro pasa necesariamente por esta apuesta.