1. Después de doce años de llamar a la puerta, esta por fin se ha abierto. AMLO es presidente de México y lo ha conseguido gracias al apoyo de un auténtico ejército de votantes que a través de su decisión han querido manifestar no solo una predilección política sino también sus repudios más profundos; es muy difícil imaginar todo esto en lo que nos hallamos metidos ahora sin la colaboración de un sexenio como el de Peña Nieto, marcado por la corrupción y el cinismo, la incapacidad y la más inexplicable parálisis pública. Lejos de ser un adversario, el todavía presidente ha sido -por activa, por pasiva y por perifrástica- uno de los aliados más efectivos del movimiento “morenista”. Dicha complicidad es la raíz de todo mal y debería quedar ahí, consignada ya para siempre en los libros de la historia.
2. No es cosa que debamos menospreciar la porfía del tabasqueño, ¡qué va! Se ha aferrado al ideal presidencial como si la vida le fuera en ello, haciendo de su obsesión un auténtico motor existencial. AMLO pertenece a ese reducidísimo grupo de personas a los que la diosa Fortuna, cicatera y cruel como suele ser ella, ha decidido premiar cumpliéndole sus más caros anhelos. En consecuencia, imagino que el hombre al despertar ha de sentirse el rey del mundo, imagino también que se ha de demorar haciendo inventario de todos los agravios recibidos, saboreando en la intimidad doméstica el poder total que las circunstancias han depositado entre sus manos. Contará todas y cada una de las afrentas recibidas como un ciego avaro acariciando el altorrelieve de cada una de sus monedas. Tiene motivos de sobra para sentirse y saberse una auténtica singularidad en la vida política del México reciente.
3. Como muchos hombres de su edad, AMLO permanece prisionero en los calabozos de la nostalgia y por ello observa con escepticismo, sorna o abierta condescendencia toda posible irrupción del futuro; apostaría mi cabeza a que no sabe cómo operar mínimamente una computadora, ni le interesaría aprenderlo. Basta ver a su alrededor para confirmar esto: ha formado en torno a sí un auténtico consejo de ancianos cuyo deber principal es el de asentir con complicidad siempre; esto es trágico porque implica desperdiciar la energía y el potencial de los más jóvenes, a quienes no ha sabido incorporar a su grupo cercano y con quienes no ha querido construir una ligadura intergeneracional que hoy resulta indispensable en los gobiernos visionarios del mundo. Habla de Juárez y su tiempo con la emoción cansina de los abuelos impertinentes a la hora de la sobremesa. Hasta el día de hoy, que yo sepa, ha sido incapaz de abordar fuerte y claramente los problemas de nuestro tiempo: cambio climático, sustentabilidad, energías renovables, inteligencia artificial, automatización, refugiados, legalización de las drogas, innovación educativa, creatividad y todo aquello que atañe a la globalización, que muy a despecho de sus ranciedades y caprichos, es el destino señalado de nuestra especie.
4. López Obrador es un ser telúrico que pertenece a un mundo que ya ha muerto. Cree ciegamente en ese concepto romántico, “patria”, que para efectos prácticos podemos definir como la porción de mundo que se encuentra debajo de nuestros pies. Su indiferencia a las realidades planetarias es hiriente y peligrosa; se trata de ese provincianismo inflamado de la ultraderecha que mistifica la vida rural y demoniza el cosmopolitismo de las urbes. Es conservador a un grado extremo. Desconfía de la intelectualidad y los periodistas, pero no los enfrenta con el alegato -no puede hacerlo- sino desde la descalificación y la reducción sintética de la caricatura verbal par excellence: el epíteto. Desdeña occidente y coquetea por mera formalidad con sus pares latinoamericanos de “izquierda”, aunque creo que no lo entusiasma tanto el corporativismo “revolucionario” como el ejercicio moral de una autoridad patriarcal para la que se siente convocado por las fuerzas del destino. Más Pedro Páramo que Salvador Allende, es un escogido, o así ha de creerlo cuando sonriendo se hace un guiño a sí mismo en el espejo.
5. El próximo presidente de México es incapaz de reconocer que las sociedades del mundo son necesariamente desequilibradas. Este desequilibro es natural e inevitable, pero AMLO no lo acepta, no entiende que la miseria, que es el verdadero enemigo y no la desigualdad, no se combate arrojando billetes desde el balcón central de Palacio Nacional. Este distorsionado concepto de la reivindicación lo anima a promover un movimiento de regeneración igualitaria à la Robin Hood: supone equivocadamente, como suponen todos los que no han tomado nunca algún cursillo introductorio de economía, que lo que a uno le falta es porque al otro le sobra; se avoca, pues, a entibiar las aguas de la historia convencido de que la macroeconomía consiste en algo así como administrar un puestecito de gelatinas. Esta visión, mucho más cercana a las comunidades agrícolas del neolítico que a nuestro siglo XXI, tiene consecuencias funestas cuando se implementa como protocolo de acción política: atiza el rencor entre quienes padecen carencias materiales e intelectuales para después dirigir toda esa virulencia hacia sus enemigos, a quienes ha convertido en una legión de hombres de paja culpables de todas las desgracias que en este mundo han sido. A nadie amarás tanto como a aquel que te ha dicho que no eres el responsable de tus propios fracasos. ¿A quién odia, entonces, el recién redimido? A quien sea que su redentor le indique.
6. AMLO es un hombre profundamente ignorante, aunque lejos, muy lejos está de ser un bobo. Carece de recursos verbales e imaginativos, es verdad, pero suele ser un político de astucia y aguzados instintos que lo han mantenido a flote durante las largas noches de borrasca; es tartamudo pero sibilino, parco pero burlesco, anodino pero manipulador: conoce como muy pocos entre los de su especie los juegos del poder y sus reglas menos aparentes. Su victoria no es un accidente sino la natural consecuencia de una larga resistencia.
Es imposible batallar tanto sin detrimento del mundo interior, se sabe: la insistencia del propio López Obrador en afirmar que no lo anima ningún rencor ha de tomarse precisamente como todo lo contrario, como una señal de alerta o franca amenaza: ¿cómo no comprender que desee desmontar hasta la raíz un sistema que lo ha hostigado durante tantos años? Lo comprendo, sí, pero no me es dado justificarlo de ninguna manera. No es un iluminado ni posee el talante profético que han tenido espíritus auténticamente libres y generosos como el Dr. King o Mandela o Wałęsa. El “Peje” es más bien un hombre de carácter ríspido, imposibilitado para la tersura, incapaz de reconocer el poder trascendente que se le supondría a su condición actual de nuevo dirigente del país: hasta el día de hoy no ha tenido la grandiosidad de buscar la reconciliación con sus adversarios; el tono de su discurso continúa siendo tenso, contencioso, provocador. No es consciente, o simplemente no quiere serlo, de las altísimas obligaciones morales que pesan sobre los hombros del que anhela ser un buen gobernante: buscar acuerdos para presidir con sutileza, prudencia y fluidez las ceremonias de la vida civil. Todo esto es lo que debería hacer alguien con los dos pies bien plantados en la tierra y un corazón más o menos limpio. No es el caso.
7. Es enemigo de la educación de calidad porque la considera la estrategia mentirosa de una visión neoliberal (sic) del mundo. En un famoso aspaviento reproducido múltiples veces en Youtube, aparece embistiendo contra los exámenes de admisión a los que deben someterse, por puro sentido común, quienes aspiran a la educación superior. Supone de manera demagógica que la universidad debe a fortiori recibir a todos los que llamen a sus puertas, obviando tramposamente que no todas las personas, con independencia de su situación socioeconómica, poseen el talento necesario para cubrir con suficiencia los arduos requerimientos que implica semejante tarea intelectual. No es posible ni deseable que todas las personas estudien en una universidad; no lo ha sido nunca, mucho menos hoy en día en que la economía ha dado un giro copernicano y el título universitario dejó de ser hace ya mucho tiempo el pasaporte a la vida resuelta. Esta falacia, sin embargo, le sirve a López Obrador para construir una base clientelar sobre la cual montar el tinglado de un poder omnímodo, despótico y condescendiente: nadie como él ha encarnado en fechas recientes al viejo Ogro Filantrópico paciano. No puede ser de otra manera, el Gran Señor del Cerca y del Junto florece y arroja sus mil rayos, da vida y aniquila.
La educación nos vuelve libres, por eso los autócratas la dinamitan, porque no desean personas independientes sino “pueblo”, es decir, una mansa entelequia incapacitada para reaccionar críticamente ante las decisiones del líder total. No hay nada más propio de populista que el antiintelectualismo. Se trata de una cruzada contra la filosofía y las artes, el pensamiento crítico, la ciencia y la sensibilidad, que solo pueden cultivarse a cabalidad en el interior de las rigurosas -y selectivas- estructuras universales de la academia. El populista endiosa la ignorancia porque con ello hace creer a un amplio segmento de la población que no es preciso esforzarse para comprender la vida y sus infinitas dificultades. Esta simulación libera a mucha gente del agobio que durante siglos padecieron quienes no tenían acceso a un proceso de sofisticación espiritual e intelectual, pero que intuían un saber que les quedaba siempre un poco más allá; en cambio hoy, lejos de sentir la digna vergüenza de quien asume su ignorancia, los nuevos bárbaros se vanaglorian de sus vacíos y carencias, avalados por ese discurso que ha bajado desde el más alto poder para ratificar la estupidez como el nuevo paradigma de las masas liberadas. Hay una turba ahí fuera que quiere ver rodar cabezas pensantes.
8. El escritor Rob Riemen tiene un libro maravilloso y liberador: Nobleza de espíritu (2016). Ante la realidad nacional y global no he dejado de pensar en ese pequeño librito (especie de homenaje a occidente a través de Thomas Mann) que aspira a renovar los votos con el ideal humanista, trascendente, liberal. De lo que se trata es, sobre todo, de una cosa muy simple y hoy olvidada: el cuidado del lenguaje. Distorsionar el lenguaje, como lo hacen los demagogos, es el primer paso en el proceso de manipulación de toda una sociedad; los charlatanes poseen un talento patológico sin el cual su proyecto sería imposible: van sembrando confusión a su paso. Son seres diabólicos en un sentido etimológico, es decir, son quienes rompen y embaucan, quienes secretamente socavan el suelo común sobre el que han ido creciendo los pueblos. Por eso Riemen habla de Mann y de la literatura, porque el arte con su carácter simbólico es el doble opuesto de la autocracia: el discurso político demagógico parece verdad pero es mentira; la obra literaria parece mentira (ficción) pero encarna las verdades más profundas, las del espíritu. Los tiranos mueren, los artistas perduran siempre.
No digo que AMLO sea un tirano (al menos no todavía), pero ha utilizado con maestría los mecanismos de envilecimiento verbal que les son propios a los autócratas de izquierda o de derecha, eso da igual. El efecto de esta contaminación cognoscitiva suele ser siempre de larga duración; la semiosfera enrarecida por la propaganda tarda tiempo en aligerar sus pesados aires: es preciso ejercer la crítica, que en esta analogía que voy creando sería algo así como abrir las puertas y ventanas de nuestro hogar común para que esta casa, nuestra casa, consiga respirar libremente otra vez. Buenas noticias: esto es posible. Malas noticias: esto apenas comienza.
9. Por otro lado, me aterra la reacción de sus partidarios ante las opiniones desfavorables sobre lo que ellos llaman pomposamente “proyecto de nación” (dejémonos de cosas, el proyecto son los caprichos de un solo hombre). Se han identificado con el personaje de tal modo que han elevado la vulgaridad de la lucha por el poder público a la altura de un drama cósmico. Por eso se afrentan ante la crítica y reaccionan con la ferocidad de quien cree defender el Santo Cáliz del acoso de los avariciosos infieles; en el mundo de la Cuarta Transformación el mundo se divide entre los buenos y los malos, como en aquellas matinés sabatinas en las que cientos de chiquillos aplaudían aliviados por la irrupción repentina del justiciero que volvía para restaurar el orden cuando todo se creía ya perdido. Son incapaces de aproximarse racionalmente a la realidad porque la contradicción y la paradoja les aterra: por la boca del avatar se comunican los dioses. Para algunos eso basta.
Hoy comienza a haber muestras de decepción, aunque se pronuncien en voz muy bajita. Eso es bueno porque significa que algunos, así fuera muy pocos, poseen esa “nobleza de espíritu” que mencioné arriba y que anima a las personas a reconocer, en apego a una búsqueda personal y honesta de la verdad, que se equivocaron. El “se los dije” de quienes se sienten superiormente morales no ayuda en nada; lo que es preciso reconocer es que las personas libremente hacen elecciones y que es su deber, el de todos, tener la limpieza intelectual necesaria para reconocer cuando hemos sido engañados. En el futuro vendrán para ellos decepciones más gordas y es deber de todos los que no votamos por AMLO poseer esa misma “nobleza de espíritu” para no derivar de esto ninguna estrategia de revancha. He aquí una lección fundamental: el poder es siempre más listo que todos nosotros, más subrepticio y perdurable de lo que estamos dispuestos a reconocer. La “mafia del poder” siempre gana.
10. Sostengo finalmente que la crítica a los excesos del “pejismo” debe realizarse con el ánimo sereno del esfuerzo intelectual maduro y humanizado, jamás desde el afán de provocar la confrontación. Nunca como hoy ha sido necesario pensar en las estrategias de un racionalismo humano, sereno y prudencial de cara a una realidad nacional caracterizada por la animadversión y el desaliento. Considero que es un altísimo deber el hablar hoy de destino común, diálogo, reconciliación, y hacerlo desde nuestra posición personal, con convicción sencilla pero firme, sin afán de atizarle un estacazo a quienes piensan diferente. La crítica no es sinónimo de carnicería: se critica para comprender, nunca para derrotar. Se critica para construir desde la rectificación y de este modo comenzar de nuevo una y otra vez. Se critica por vocación humana, porque este ejercicio hace coincidir en un mismo esfuerzo el punzón incandescente de la inteligencia y la dulce sed que nos alienta a salir en busca de los demás. Solo los imbéciles confunden el ejercicio de la crítica con una pelea a cuchillo. Los críticos, como yo lo comprendo, no han de ser la casta superior que nos quita la venda de los ojos, sino los obreros luminosos que reparan el lenguaje roto por los abusos de los manipuladores de la vida pública. Defender las palabras es defender el futuro, es defender la verdad y la libertad en este nuevo campo de batalla que no es local sino global, que no es territorial sino virtual, que no es geopolítico sino estrictamente semántico.
En México y en el mundo la crítica seria, con arraigo en la tradición y no en simpáticas ocurrencias, debe ser la primera línea de acción contra la propaganda de los populismos. Y es necesario, por encima de cualquier cosa, el coraje de abandonar nuestras inercias personales y familiares para superar nuestros perjuicios más arraigados; no estamos presenciando una justa deportiva sino el destino de todo un país, que no es una abstracción sino la suma imperfecta y feliz de millones de almas.
Termino con una historia. Hace años tuve un amigo jesuita, filólogo e historiador de los pueblos semitas. Me dijo una vez algo que no olvido y que me viene al pelo para terminar esta larga carta: “Cuando en las Sagradas Escrituras se dice ‘Arrepiéntete y cree en el Evangelio’, ese arrepentirse no se refiere a la culpa, que de nada sirve; arrepentirse aquí significa percatarte de pronto que vas por el camino equivocado, y rectificar”. Luego me dijo: “¿Has salido alguna vez de un centro comercial y has ido pensando tonterías y de pronto te das cuenta de que vas caminando en la dirección contraria al lugar donde dejaste tu carro estacionado? Pues eso, Alejandro, pues eso”. Siempre que en la vida me descubro yendo, por pereza, confusión o abierta estupidez con rumbo desconocido, me detengo, me doy un golpecito en las sienes y me digo: pues eso, Alejandro, pues eso. Pues eso, México, pues eso.