Ciclo B
19 de noviembre de 2018
La excelencia de la obra salvadora de Jesucristo, nuestro Señor, es descrita por el autor de la Carta a los Hebreos en contraste con las acciones por las que los antiguos sacerdotes procuraban el perdón de los pecados para el pueblo de Israel. Ellos eran muchos. Cristo es uno solo. Ellos ofrecían muchos sacrificios. Cristo realizó uno solo. Ellos repetían en el tiempo su ofrenda. Cristo la ejecutó de manera que su eficacia perdura eternamente. Ellos desempeñaban su fatigosa labor de pie. Cristo se encuentra sentado a la derecha del Padre. Pero sobre todo, ellos ejecutaban acciones que eran incapaces de perdonar los pecados. Cristo no sólo obtiene para la humanidad el perdón de los pecados, sino que nos entrega continuamente una perdurable fuerza santificadora, orientándonos hacia nuestra plenitud. La transformación de nuestros corazones de piedra en corazones de carne profetizada por Jeremías se cumple gracias al sacrificio de Cristo en la Cruz, la cual se erige ante los ojos de todos los pueblos justamente como el sello del amor de Dios que hace posible superar todos los obstáculos que nos impiden ser hombres perfectos, y nos abre el horizonte definitivo de acceso a la presencia divina. En paralelo a los sacerdotes de Israel, muchos esfuerzos humanos buscan derribar los muros del fracaso y garantizar para todos una existencia dichosa. Sin embargo, hay en ellos una insuficiencia radical. De hecho, es una insuficiencia que constituye un misterio. ¿Cómo es posible la existencia de un ser estructuralmente insatisfecho, amenazado continuamente por la frustración, arrojado a una vida en la que la muerte lo asecha siempre? El anuncio cristiano no teme orientar la gran pregunta humana hacia la persona de Jesús: en él está la respuesta, la promesa, la garantía y la esperanza. Él es nuestro caudillo y guía, nuestra fuerza y nuestro gozo. Todas nuestras posibilidades se encuentran con él, por él y en él como un cumplimiento. Él es nuestra herencia, nuestra victoria, la alegría del corazón y el alma y la tranquilidad del cuerpo, el que no nos abandonará a la muerte ni dejará que sus fieles sufran la corrupción, el que se nos muestra como camino de la vida y nos sacia de gozo con su compañía eterna.
Tanto el profeta Daniel como el discurso de nuestro Señor en el Evangelio nos advierten sobre el tiempo de prueba que es la historia. A veces lo podemos atravesar a título personal; otras, como colectividades humanas; los pasajes de la Sagrada Escritura los refieren a la humanidad en su conjunto. De cualquier manera, se habla de un tiempo de angustia, y de gran tribulación. No conocemos ni el día ni la hora, no sólo para pensar en el fin del mundo, sino incluso en muchas de las dificultades que dentro de nuestra historia comunitaria y personal hemos de enfrentar. Pero sí tenemos la certeza de que, en medio de ellas, Dios está siempre a nuestro lado, acompañándonos con su providencia para otorgar la victoria de su amor y su justicia. El gran arcángel Miguel es, en la primera lectura, un aliado de primer orden en la defensa de los fieles de Dios. Pero también lo son, cada uno en su tiempo y en su propia ubicación, los guías sabios que brillarán como el esplendor del firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, quienes resplandecerán como estrellas por toda la eternidad. Asociados a la bondad de Dios, todos ellos –esperamos ser nosotros mismos parte de ellos en el juicio de Dios– son auténticos testigos de amor y de la verdad divinas. Pero también a este respecto el Nuevo Testamento polariza todo en torno a la figura de Jesús, el Hijo del hombre. En el Evangelio según san Marcos, su tiempo definitivo se cumple, por una parte, en su misma muerte y resurrección, pero también ulteriormente en su venida sobre las nubes con gran poder y majestad. Lo único que da estabilidad al universo, que pasa, son sus palabras, que no dejarán de cumplirse. Y las suyas son palabras de conversión y de salvación.
Nuestras acciones litúrgicas, particularmente la Santa Misa, participan de la unicidad del sacrificio de Cristo, y en ellas también se cumple, en la forma de una celebración sacramental, el juicio divino sobre la historia. Ya ocurre aquí, en nuestra generación, el acontecimiento definitivo de salvación y la manifestación pública de la obra salvadora del Señor. Ya estamos aquí en comunión de vida y de amor, como familia, escuchando la palabra que no pasa y acogiendo el amor imbatible que nos redime, nos perdona y nos plenifica. Ya recibimos aquí, de nuestro Sumo Sacerdote que está sentado a la derecha del Padre, la eficacia de su único sacrificio. Y ya obtenemos aquí, con la animación de su Santo Espíritu, la renovación interior que nos convierte en testigos de su bondad. Acercándonos a la conclusión del Año Litúrgico, concentremos nuestro amor y nuestra acción de gracias, nuestra súplica y nuestra bendición al único Señor y Rey de los siglos. Tengámoslo siempre presente. Con él a nuestro lado jamás tropezaremos.