Primer envío de una serie de seis
“Uno es el hombre, uno no sabe nada de esas cosas que los poetas, los ciegos, las rameras llaman misterio, temen y lamentan”.
¿Qué es el misterio?
Eso que nos pega en tanto que somos poetas, ciegos y rameras.
Son fenomenales las imágenes que ha elegido Sabines para decir de dónde viene la percepción del misterio…
misterio es lo que no puede decirse, no puede explicarse y está ligado no a una conceptualización infértil,
sino algo que se siente, padece y agradece, se vive sin saber qué es.
Los poetas cargan las experiencias de todos los hombres,
las rescatan para todos los demás, para que no fenezcan.
Si el lenguaje es la propiedad de lo humano por excelencia, el poema es la exaltación del lenguaje,
es el lenguaje en sus manifestaciones más finas y acabadas;
si los hombres tienen experiencias y viven de las experiencias, movidos por lo que estás –en el encuentro que ocurre entre lo que ocurre y el pozo profundo del deseo–,
los poetas son esos casos de maximización de las mismas;
es por eso que leyendo los poemas nuestra piel se estremece.
Los poetas captan el misterio porque el cielo es cielo es infinitud directa.
La inmedibilidad del cielo es experiencia para el poeta de estar ante lo infinito; no sólo inconmensurabilidad.
El cielo es infinito y en el poeta se trata del cielo que es la tierra
(“la tierra que es la tierra y es el cielo” –afirma atinadamente Sabines más adelante).
El impacto que tiene el poeta es el impacto con la realidad como experiencia, que es impacto con el infinito…
Y este impacto es misterio, está lleno de misterio.
Los ciegos.
Si los poetas se impactan con el “ver”, los ciegos están privados de ese ver.
Los poetas ven el cielo en su infinitud; los ciegos sienten el aire infinito que se mueve en las pequeñas hojas de otoño en el suelo…
Y lo sienten en su rostro.
No ven el infinito, pero lo sienten en su precariedad como una privación, una necesidad, como dentro de un deseo…
un deseo infinito como el del poeta.
El ciego es el que se sabe privado de algo.
La privación evoca un bien que no se tiene y sin embargo corresponde –correspondería–; por eso causa tremenda nostalgia.
El ciego contempla el misterio como nostalgia.
No como ignorancia de no ver; es cierto que la privación en el ciego es déficit facultativo: el ciego sabe que no alcanza, que no ve, es decir que no puede y no está en sus manos (hacer, comprender, hacer-se, comprender-se);
entonces el misterio es lo ignoto.
Pero lo ignoto es en él más que simplemente lo no-conocido:
es nostalgia y deseo.
Las rameras también saben del ministerio y le llaman misterio a ese límite de lo que viven.
¿Quiénes son las remeras?
Las rameras se venden. Dice Sabines que las remeras “curan” porque son se “manantiales de generosidad, vírgenes perpetuas, reconstruidas”.
El poeta hace un reconocimiento a las que practican el oficio de la Magdalena. En Canonicemos a las putas, el poeta quiere reivindicar, sin embargo, más a quienes sienten necesidad de ese oficio que a quienes ofrecen el servicio: “das el placer, oh puta redentora y nada pides a cambio sino unas cuantas monedas”.
Las rameras están en las afueras, sitios específicos, calles precisas en que se ponen, como en aparadores, mostrándose,
ofreciéndose por unas cuantas monedas,
no las monedas que injusticia corresponderían –quién sabe si habrá precio–.
Están en las afueras, para no ser vistas por nadie sino por quien va buscándolas específicamente;
en la oscuridad por la noche –o incluso por el día en la oscuridad– de una calle poco transitada;
a hurtadillas…
La ramera no pregona normalmente su oficio fuera de esa calle;
evita, no obstante plantarse en los aparadores de la calle, no mostrarse.
Las rameras, hay algo a lo que le llaman misterio.
No parece ser pensada aquí por Sabines el caso de la Magdalena en el encuentro con Cristo;
sino justamente antes de dicho encuentro: en el anonimato, escondida y escondiendo (a sí misma y la infidelidad de sus clientes);
después, descubierta y lapidada.
La ramera, a diferencia del niño y el poeta, no puede estar en la luz ni le es dado gozarse con lo gozable;
paradójicamente, un oficio de hacer gozar se troca imposibilidad de ciertos goces.
Tampoco tiene la ramera esa privación que determina el ciego;
no es un no-poder-hacer, sino un hacer continuado una privación, como oficio, desde el que el ministerio se le hace evidente.
La ramera es una privación construida, moralmente, en la personalidad;
un constructo que no corresponde, en todo caso. Tanto como al ciego su ceguera.
En esa experiencia, en tanto que debilidad de la personalidad, o efecto social del cual son víctimas…
las rameras llaman misterio a lo que falta, a lo que no ha podido ser o a lo que torpemente –u osadamente– han construido.
¿Puede uno que es hombre abstraerse,
vivir como si no fuese
poeta, ciego, ramera?
Si no, habría que corregir –pero los poemas no pueden corregirse–
el poema de Sabines y decir que:
“uno es el hombre, poeta, ciego, ramera
que inevitablemente vive y llama a algo ‘misterio’”.
Continuará… (Por favor, no leer sólo este envío… para no mutilar el poema).
Aquí abajo, el poema completo:
Uno es el hombre.
Uno no sabe nada de esas cosas
que los poetas, los ciegos, las rameras,
llaman «misterio», temen y lamentan.
Uno nació desnudo, sucio,
en la humedad directa,
y no bebió metáforas de leche,
y no vivió sino en la tierra
(la tierra que es la tierra y es el cielo
como la rosa, rosa pero piedra).
Uno apenas es una cosa cierta
que se deja vivir, morir apenas,
y olvida cada instante, de tal modo
que cada instante nuevo, lo sorprenda.
Uno es algo que vive
algo que busca pero encuentra,
algo como hombre o como Dios o yerba
que en el duro saber lo de este mundo
halla el milagro en actitud primera.
Fácil el tiempo ya, fácil la muerte,
fácil y rigurosa y verdadera
toda intención de amor que nos habita
y toda soledad que nos perpetra.
Aquí está todo, aquí. Y el corazón aprende
—alegría y dolor— toda presencia;
el corazón constante, equilibrado y bueno,
se vacía y se llena.
Uno es el hombre que anda por la tierra
y descubre la luz y dice: es buena,
la realiza en los ojos y la entrega
a la rama del árbol, al río, a la ciudad
al sueño, a la esperanza y a la espera.
Uno es ese destino que penetra
la piel de Dios a veces,
y se confunde en todo y se dispersa.
Uno es el agua de la sed que tiene,
el silencio que calla nuestra lengua,
el pan, la sal, y la amorosa urgencia
de aire movido en cada célula.
Uno es el hombre —lo han llamado hombre—
que lo ve todo abierto, y calla, y entra.