Leopoldo Zea, el pionero

Por Guillermo Hurtado

Leopoldo Zea fue el primer mexicano en hacer muchas cosas que hoy en día nos resultan normales en el mundo académico. Por ejemplo, fue el primer becario de El Colegio de México. Como era típico de él, cumplió con esa responsabilidad de manera impecable. Los becarios posteriores de El Colegio de México se juzgaron por comparación con lo que él logró.

La carrera académica de Zea fue meteórica. Obtuvo su doctorado muy pronto, como lo hacen ahora los jóvenes que ingresan a la profesión académica. En aquella época el doctorado se terminaba en plena madurez, con canas en las sienes. No había muchos doctores en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 1944, y Zea era el más joven de todos.

Otra característica de la carrera de Zea es que fue el primer académico mexicano, en el campo de las humanidades, con perfil internacional. Vasconcelos y Caso habían ido a Sudamérica en los años veinte para impartir discursos oficiales. En los años cuarenta, Zea se montó en un avión de hélice para recorrer los países de América Latina. No fue a dictar conferencias ni a representar al gobierno. Fue a hacer algo más importante: tejer contactos. Hoy en día eso es algo normal para los académicos, en el campo de las humanidades: asisten a congresos, conocen a sus colegas de otros países, participan en grupos de investigación, firman convenios entre sus universidades. Zea ya hacía todo eso cuando ni siquiera contábamos con el vocabulario para referirnos a ello.

Para no ir más lejos, Zea fundó una disciplina: el latinoamericanismo. Ello no significa, por supuesto, que él haya sido el único o el primero en estudiar la realidad de América Latina; pero fue él quien creó el correspondiente espacio universitario, la trayectoria profesional y el canon académico.

El famoso libro de Zea sobre el positivismo en México, es el primer estudio profesional de historia de las ideas escrito en México. La primera obra con las características de una investigación a fondo; sobre un período de nuestra historia en la que se maneja un conjunto de fuentes directas de manera exhaustiva, y se utiliza un marco teórico de manera rigurosa.

Leopoldo Zea fue el más grande discípulo de Gaos. Lo dijo el filósofo asturiano en sus Confesiones profesionales. Los demás discípulos del maestro jamás se lo perdonaron.
Zea tenía una característica inusual en ese tiempo: una enorme capacidad de trabajo, de organización de grupos, de producción intelectual. En sus “Diarios de Alemania”, que pronto serán publicados, Emilio Uranga se la pasa quejándose de Zea. Así dice:

“El año pasado fui feliz porque no dependí de Zea, pero he vuelto a caer en sus garras y tú sabes muy bien cómo es tiránica la presión de este pelado” (p. 41, reverso).
Tiránica debió haber resultado por poner a trabajar a los demás. Lo confirma el propio Uranga en otra parte de su diario:

“La mexicanísima sabiduría de no hacer nada. Esto le falta a Zea. Los mexicanos temen al hombre que hace algo. Parece que todos están de acuerdo en que su impotente vida sea respetada. Zea no lo comprende y los violenta” (p. 66).

En efecto, Zea era todo un profesional: exigente consigo mismo y con los demás.
En una época en la que el diletantismo era lo normal entre los intelectuales, que pasaban más tiempo en el café o en el bar que en el salón de clases, Zea dedicaba su día entero a trabajar, escribir, organizar. Repito: era todo un profesional. En eso también fue pionero porque la vida académica se ha profesionalizado de esa manera.

Mucho podemos aprender del académico que fue Leopoldo Zea. Hoy podemos entender por qué algunas de sus características le generaron antipatías. A algunos intelectuales de su tiempo les debió parecer incomprensible que un hombre que no era un orador brillante ni dueño de una prosa deslumbrante, que no tenía ni pico ni pluma de oro, pudiese llegar tan alto. También les resultaba difícil entender que un hombre serio, más bien gris, hubiese triunfado. Nada de eso nos resulta extraño hoy. El modelo de profesionalismo de Zea era diferente y fue el que a la larga resultó imperante.

Agradecemos al autor su autorización para la publicación de esta columna.

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