Homilía correspondiente al tercer Domingo de Adviento, ciclo C. 16 de diciembre de 2018
El Señor está cerca. El apóstol nos amonesta: ¡Alégrense! ¡Alégrense siempre en el Señor! ¿Cómo no contagiarnos de dicha, cuando la enfermedad es derrotada por la proximidad del Señor? Con nosotros, María Santísima, la Iglesia, la humanidad entera es convocada a los intensos sentimientos festivos: Canta, hija de Sion, da gritos de Júbilo, Israel, gózate y regocíjate de todo corazón, Jerusalén. El ánimo básico de toda la creación no puede ser otro que el de la gratitud emocionada. Todo es don. Estar aquí es don. Lo que nos rodea es don. Lo que nos constituye es don. Toda relación es don. La vida es don. Particularmente la vida es don. La vida humana, el milagro incansable de nuestra síntesis cósmica, la chispa curiosa que indaga y que se extiende, la peculiar participación en el amor de Dios, es don. Don en nosotros y tarea para nosotros. Don común con la comunidad, y tarea común de la comunidad, que también debe hacerse cargo del don con responsabilidad. Hacernos cargo de nuestra alegría compartida con el sentido de fiesta divina. No apesadumbrarnos, no inquietarnos, no desanimarnos. Que nuestra sonrisa no sea el resultado ocasional de las circunstancias, sino un estado interior que cultivamos por darnos cuenta de que el Señor está cerca.
Asumir el don de la alegría, nos dice el apóstol, se configura también como bondad. Que la benevolencia de ustedes sea conocida por todos. No se trata, por lo tanto, de una alegría turbia o sospechosa, producto de maquinaciones perversas y de victorias tramposas. Es la alegría de la paz, que resulta de la identificación con nuestra vocación, la cordialidad en el trato mutuo, la armonía con la creación y la apertura piadosa a Dios. Es en el Señor que nos alegramos. Es su bondad también, entonces, la que reflejamos. La bondad alegre que es don de Dios se convierte, así, en testimonio de nuestra fe, en transpiración espontánea de la vida recibida. Es la lógica del Adviento que se manifiesta también en la predicación del Bautista. Él tenía una palabra para cada grupo humano. A los que cobraban impuestos, les hacía ver que debían atenerse a la justicia. A los soldados, que había lugar para la extorsión ni para la falsa acusación. A todo el pueblo, que compartiera sus pertenencias con los semejantes. Ahora cada uno de nosotros es convocado a lo mismo: ha ejercer el bien que nos corresponde, conforme a nuestro estado de vida. Padres de familia, hijos o hermanos, estudiantes o maestros, vendedores y compradores, comunicadores y receptores de información, empresarios y empleados, guardianes del orden y legisladores, jueces y políticos, médicos y constructores, investigadores, diseñadores y artistas, servidores públicos y sociedad civil, todos tenemos una bondad que realizar, conforme a los dones recibidos. Hacerlo bien, hacerlo con alegría, hacerlo convencidos, es un modo de responder coherentemente a los dones recibidos.
Al ser el bien que podemos vivir un don, le corresponde, además, un corazón agradecido. Por ello, aunque también podamos presentar a Dios oraciones y súplicas por nuestras necesidades, hemos de estar en primer lugar llenos de gratitud. Algunas prácticas sociales de este tiempo tienen este sentido original: obsequiarnos unos a otros para asombrarnos de la generosidad y para cultivar nosotros mismos la capacidad de donarnos. El juego de los intercambios, más allá de sus limitaciones, conserva un destello de la alegría que estamos llamados a comunicarnos unos a otros. Sin necesidad de caer en los excesos consumistas, brindarle a los seres queridos y a las personas en general algo de lo que somos y tenemos, y acoger de ellos su propio misterio y su regalo, es una práctica que puede ayudarnos a cobrar conciencia de nuestros ritmos cotidianos. Pero si con alguien nos encontramos siempre en deuda, es con Dios. Si alguien no ha escatimado su entrega para nuestro beneficio, es Dios. Si alguien no espera de nosotros otra cosa que una gratitud que se convierta en justicia, es Dios. Y si alguien, además, nos da la capacidad de cumplir la bondad en nuestra acción, es precisamente Dios, que no deja de ser grande con nosotros.
La fuente de la salvación está ante nosotros. Saquemos de ella agua con gozo. Es Jesús, nuestro Señor, el que transforma el antiguo bautismo de pura agua en bautismo de fuego y de Espíritu. Es su cercanía la que aguardamos, y el secreto que despierta el júbilo. Él en persona es el don de Dios, y nuestro Adviento es alegre, lo sabemos, porque es Él quien llega, es Él a quien aguardamos. Él es, por el don de su encarnación y su nacimiento, la causa nuestra alegría. Tampoco nosotros somos dignos de desatarle las correas de sus sandalias. Ni siquiera de tocar el suelo santo en el que ha decidido caminar. Sin embargo, él hace suyos nuestros caminos, y se introduce a nuestra peregrinación para hacer palpable el amor sin límites, principio de toda alegría plena. Ya viene el Señor, alegrémonos. Se lo repito: alegrémonos en el Señor. Él está cerca.