El mundo gira mucho más rápido que antes. El día se nos escapa entre las manos sin que apenas nos demos cuenta. La agenda que nos marca lo que debemos hacer cada día no se detiene nunca: nuestras responsabilidades parecen multiplicarse por las noches, en esas pocas horas en las que dormimos mal porque nos habita un pensamiento repetitivo, circular, inescapable: ¿qué debo hacer mañana y después de mañana y después de…? No hemos escogido este camino; lo que sucede es que alguien o algo nos empujó a transitar por esta senda que no va a ninguna parte. “Si tan solo pudiera detenerme un poco”, pensamos mientras tratamos de recuperar la respiración. No podemos. La muchedumbre avanza y sentimos que ya comenzamos a quedarnos atrás. Hay que seguir: una voz nos susurra al oído que siempre es posible ir un poco más de prisa.
¿Por qué no podemos bajarnos de este tren de alta velocidad? Muchas veces me he hecho a esta pregunta al detenerme a pensar en mí mismo, en lo que son mis días, pero también en los demás, esos que veo ir y venir junto a mí, acelerados por la misma motivación fantasma que nos empuja a tratar de hacerlo todo con un furor ciego que nos está matando. Creo que la sociedad en la que vivimos es así; es consecuencia de un ánimo de competencia y ensimismamiento que nos ha vuelto prisioneros de un deseo que no podrían comprender nuestros abuelos: el hambre de reconocimiento. Somos los seres de una época de Prometeos en masa. Queremos robar un fuego que no existe.
La aceleración de los días ha cobrado una primera víctima: el presente. El calendario se desmadeja a velocidades de vértigo, de tal manera que el aquí y el ahora han muerto y han sido suplantados por un estado de anticipación perpetua: la vida es lo que puede ser y nunca es. Se vive para suponer que a la vuelta de la esquina nos espera, por fin, la meta; todo es un espejismo, pero no perdemos la fe: “Si no es mañana será pasado mañana”, pensamos sin pensar, y nos echamos de nuevo a correr. Cada segundo cuenta y no podemos bajar el ritmo sin pagar las consecuencias de nuestra pereza. Hay alguien que trabaja mientras uno descansa: no puede ser.
A veces creo que ahora mismo la única rebeldía posible es la pausa. Si nos detuviéramos por entero negándonos a continuar con los rituales de la locura, seguro que nos sentiríamos como extraños y recuperaríamos de golpe la visión de un mundo que siempre ha estado ahí, que no significa nada, que es totalidad y experiencia, nada más. Esto es lo que más nos aterra, darnos cuenta de que el día es una casa vacía, que no hay en la realidad un fin último, que nuestra vida no precisa interpretarse sino ser vivida sin métodos, que nunca ha habido un camino a ninguna parte, que todos los instantes son este momento.
El vecino tiene un gato gordo y amarillo; tiene los ojos líquidos y los bigotes largos, erizados, eléctricos. En los días de la primavera se viene a mi casa, lo he visto, y se aplasta contra la grama como una esfinge mientras el sol de la mañana le calienta el lomo. A su alrededor resuenan los insectos. Él mueve la cola y luego se aquieta, como habitado repentinamente por el antiguo instinto de la cacería: aborta el plan. Prefiere, como Bartleby, no hacer nada. Ese gato, no tengo la menor duda, es un pequeño dios.