Tal vez en estos momentos el tema del feminismo esté ya muy trillado, o bien, el radicalismo extremo lo haya desvirtuado, pero día con día sucede algo que me recuerda lo hermoso pero difícil –y a veces, pesado– que es ser mujer, y ante ello, no puedo evitar cuestionarme muchas cosas y pensar en otras tantas más que se relacionan con el tema de la equidad entre hombres y mujeres.
No entraré en la discusión de si somos iguales o no, pues estoy convencida que, radicalmente, no lo somos. Cada uno, hombres y mujeres, aunque tenemos muchas cosas en común, definitivamente no somos iguales, ¡afortunadamente! Y ello no presupone ningún tipo de superioridad y, por lo mismo, tampoco de inferioridad entre ambos.
Simplemente somos distintos, pero ello no significa, como se pensó durante siglos –o, increíblemente, se siga pensando–, que las mujeres –y los hombres, también– estemos determinadas –o condenadas, por decirlo de otra manera– a hacer ciertas cosas, desempeñar ciertas funciones, o a ser de un modo preestablecido. Es cierto que la naturaleza, en varios sentidos, condiciona nuestro actuar; por ejemplo, las cuestiones hormonales afectan significativamente el carácter, o nuestra disposición física permite, además, la gestación de vida; también se dice que también somos más sensibles, que nos fijamos más en los detalles, que podemos hacer muchas cosas al mismo tiempo, pero bueno, eso es cuestionable por su variabilidad y la subjetividad que implica.
El punto es que aunque haya factores naturales que moldean el modo de ser, ello no supone un determinante o no debería serlo, pues se elimina el factor de la libertad e individualidad de la persona.
Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que sea la libertad nuestra propia sustancia.
Simone de Beauvoir.

Sin embargo, todo lo anterior nos ha llevado a suponer que es la mujer la única responsable de ello, y que el rol más importante de la vida de ella es la maternidad y todo lo que involucra el ser madre.
Por ello, los hombres, aunque no gesten a sus hijos, son esencial y naturalmente indispensables en el nacimiento de esa nueva vida, pero muchas veces se han deslindado de gran parte de las actividades que se relacionan con la paternidad, dejando todo el cuidado, con excepción de proveer económicamente de lo necesario a la mujer y a sus hijos; dejando así la casa, los hijos y su cuidado, a la mujer. Así, eso se volvió en el deber ser: mujeres a la casa, con todo lo que ello trae, y hombres, a trabajar y proveer.
Lo que naturalmente somos capaces de hacer y ser, se convirtió en un determinante de vida y la sociedad asumió que eso es lo que somos o debemos ser. Que todos nuestros anhelos y necesidades se deben centrar en la casa, así pues: a conseguir marido para garantizar la vida futura, para asegurar el cumplimiento del rol para el cual nacimos: ser hijas de alguien, esposas de alguien y madres de alguien.
No pretendo desdeñar la labor que durante siglos las mujeres hemos venido desempeñando, es absolutamente respetable la decisión que cada una tome con respecto a lo que hará en y con su vida; sin embargo, el problema llega cuando la decisión escapa de nuestras manos y, ya sea de manera consciente o inconsciente, terminamos haciendo aquello que la sociedad ha decidido que nos corresponde hacer.
Y es que muchas veces ni siquiera nos planteábamos la posibilidad de aspirar a algo distinto a ello, y las que se fueron atreviendo –que no han sido pocas–, al hacerlo no la tuvieron fácil y sufrieron las consecuencias de su arrojo, al ser señaladas y condenadas por la sociedad de su tiempo, incluso, algunas de ellas, como Hipatia de Alejandría, pagaron su osadía con la muerte. ¿Cuál fue la culpa? Atreverse a pensar, estudiar, escribir, ejercer alguna profesión o el voto, pasatiempo, deporte, vestir de manera distinta, no casarse, etcétera. En fin, parece que cualquier excusa era buena para condenar su «rebeldía», pero realmente la única culpa era ser mujer.

El problema, entonces, no es ser o no ser esposas o madres, el matrimonio, si es elegido libremente, es algo maravilloso, y la maternidad, ni se diga; las que tenemos la dicha de ser mamás, sabemos que, aunque difícil, es algo que no se compara con ninguna otra experiencia de vida; sin embargo, el matrimonio, la maternidad y el trabajo en el hogar, no nos definen como personas, no nacimos para eso, no está escrito en ningún lado que a eso y solo a eso, debamos aspirar, o que nuestros anhelos y necesidades deban centrarse únicamente en ello.
Está bien ser ama de casa, si es que eso es lo que realmente se desea, pero también está bien aspirar a más, está bien tener deseos de estudiar y trabajar, de salir, de viajar, de quedarse solteras –increíblemente, en sociedades que hoy se dicen modernas o avanzadas, aún se sigue viendo con cierta pena a las mujeres que no se casan, o que ya pasan de la “edad ideal” para hacerlo–, también de no tener hijos o de tenerlos; pues el ser mujer no es sinónimo de madre, ni de esposa.
Ser mujer y aspirar a más no es egoísmo, como a muchas nos hacen sentir; incontables veces me he sentido egoísta, sobre todo cuando decidí hacer mis estudios de posgrado y regresar a la vida laboral después de haberla dejado por algunos años; egoísta por «dejar mi casa», y todo lo que ello representa; este egoísmo que sentí tener, venía de comentarios que recibí más de una vez, sobre el cuidado, o más bien, el descuido, hacia mis hijos. ¿Somos egoístas por tener aspiraciones?, si los hombres no lo son, ¿por qué nosotras sí? Porque seguimos pensando –hombres y mujeres– que la casa y los hijos, son asunto, exclusivo, de nosotras. Y lo es, pero solo en cierta medida, pues la casa, los hijos, la familia, y todo lo que ello conlleva, es un compromiso compartido, y no tendría porqué sentirme egoísta o culpable por querer desarrollarme personal y profesionalmente.

No estoy descubriendo el hilo negro, lo tengo claro; este tema, esta lucha, se ha dado por siglos, pero el hecho de que siga, y aún más, que no parezca terminar pronto, me anima, me obliga, como mujer a decirlo otra vez; como muchas lo han hecho.
Esta situación afecta directamente a las mujeres, sin embargo, las repercusiones se ven reflejadas en la sociedad en general, pues una desigualdad de derechos y oportunidades, no puede pasar desapercibida, y de hecho no lo hace, las consecuencias son palpables. No son alentadoras las cifras que revela, por ejemplo, el artículo Estas son las millonarias pérdidas que sufren los países cuando no educan a sus niñas.
Poco a poco, con el transcurrir de los años, el cambio ha ido ocurriendo, y afortunadamente continuará hasta que llegue el momento en el que ser mujer ya no represente una dificultad o una etiqueta social, y en el que nuestro desempeño sea juzgado por nuestras capacidades individuales y no por nuestro género.
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