3 de febrero de 2019
Homilía correspondiente al IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Dos reacciones inversas se suscitan ante la predicación temprana de Jesús. Primero, todos le daban su aprobación y admiraban la sabiduría de las palabras que salían de sus labios. Después, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, lo sacaron de la ciudad y lo llevaron hasta un barranco del monte, para despeñarlo. Entre ambas, no media más que una explicación. Jesús se manifiesta un hombre plenamente libre, que se expresa con franqueza y no teme confrontar a sus oyentes. “Nadie es profeta en su tierra”, les dice. Sus palabras no dependen del aplauso o la reprobación de los hombres. Ni siquiera de la actitud que ante ellas puedan tomar sus paisanos. Él sólo se debe a Dios. Como el justo impecable, su enseñanza íntegra responde únicamente ante su Padre. Ya lo había profetizado el anciano Simeón cuando fue presentado en el templo: él fue puesto como signo de contradicción en medio del pueblo. La verdad de su palabra, que brilla, puede suscitar aprobación cuando es evidente que satisface las expectativas profundas del corazón humano, pero también rechazo cuando esas mismas expectativas no logran manipularlo ni obtener ventaja desde los propios intereses inmediatos. Con él, todo se plantea de un modo nuevo, que reconfigura las ansias y ensancha los horizontes.
¿A qué se debía la molestia que les generaba su palabra? La explicación es clara. Ellos se preguntaban: “¿No es este el hijo de José?” La novedad de su enseñanza parecía contradecir las certezas que ellos tenían respecto a él. A Jesús, con razón, lo vinculaban con José. Pero esto no era más que una parte de su misterio; y, de hecho, la menos relevante. No está mal tener ideas claras. Pero cuando nos aferramos a ellas contra toda evidencia, y queremos asentar nuestra seguridad sobre bases preconcebidas, lo que tenemos en la mente es un prejuicio, no una convicción; una ideología, no un conocimiento. Instalados en el propio bastión, la ensoñación bloquea la visión, y terminamos por no percibir la realidad. Suceda lo que suceda, creemos que todo confirma nuestro parecer. Pero estamos equivocados. Esa cerrazón es necedad, y termina por bloquearnos el acceso a la vida. Sucumbimos en la mentira porque decidimos no ver. Y nos arrolla el error. Incluso nos defendemos con furia y con violencia.
De las palabras de Jesús, lo que tanto les molesta es, más bien, la orientación para superar el error. Con la verdad, no deja de ofrecer un camino de salvación. En su tiempo, Elías fue enviado a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón, no en Israel. En tiempos de Eliseo, no fueron curados los leprosos de Israel, sino Naamán, que era de Siria. Ambos casos exigen ir más allá de la propia comarca, dirigir la mirada más allá de la propia zona de control. El alma trasciende cuando en efecto sale de sí misma. El panorama se entiende con mayor claridad cuando incluimos una perspectiva más amplia. La resistencia a aceptarlo brota de su propio aferramiento. Y con ello pierden la ocasión de acoger la buena nueva. No ser profeta en su tierra es una desgracia para la tierra de Jesús, no para él mismo.
La fuerza de Jesús, como ya se percibía en la de los profetas, proviene de Dios. De una presencia y acción irrefutables, que vence sobre la guerra que le pueden hacer. Jeremías se siente llamar ciudad fortificada, columna de hierro y muralla de bronce. Porque la tentación de renunciar a la verdad de salvación no la vive únicamente quien se encierra en sus ideas. También puede sucumbir ante ella quien reconoce las dificultades del rechazo. Ante ello, la integridad de Jesús resulta inquebrantable. Pasando por en medio de ellos, se alejó de ahí. Para los discípulos de Jesús, el desafío es real. No sólo hemos de trascender continuamente nuestras seguridades, sino lanzarnos hacia delante cuando el testimonio cuesta violencia e incomprensión. La Iglesia, nuestra ciudad, tiene garantizada la victoria sobre las insidias de la mediocridad y la traición. Su voz, también, como la nuestra si somos fieles, conocerá a veces el entusiasmo de quienes se sienten tocados por el amor de Dios, pero también el descrédito de quienes son afectados en sus intereses. Pasar por la cabeza en alto en medio de las tribulaciones del tiempo será el reflejo de que seguimos los pasos de Jesús, y no renunciamos a la cruz que nos toca.
El amor, nos ha dicho san Pablo, es la mayor de las virtudes. Disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites. A él se debió el vigor de Jesús, y en él radica también la fuerza de sus discípulos. Con amor se superan las contrariedades y se dirige a buen puerto el propio deber. Ejercitémoslo, con la fuerza del Espíritu de Cristo, para que todo lo que atravesemos tenga sentido. Cuando llegue la consumación, todo lo imperfecto desaparecerá. Sólo en el amor de Cristo se resuelven las contradicciones. Es el amor que ahora mismo celebramos en misterio. Abrámonos al don más excelente, y dejemos que su impulso nos consagre libres en la verdad, fuertes en la adversidad, abiertos a la novedad y firmes únicamente en la adhesión a él. Hoy mismo se sigue cumpliendo entre nosotros el paso de Jesús.