Homilía correspondiente al V domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C
La gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios. Él estaba ahí, de pie, a la orilla del lago. Desde el principio de su ministerio, Jesús es presentado por el Lucas como alguien que enseña, como el verdadero profeta, portavoz autorizado de Dios. Hasta ahora, el lugar propio de la predicación habían sido las sinagogas. El episodio que ha sido proclamado nos da cuenta de algo nuevo. La multitud en la ribera quiere escucharlo. El entorno natural, que es también lugar de trabajo y encuentro, se convierte en el espacio donde la palabra divina resuena. Más aún. Jesús vio dos barcas que estaban junto a la orilla. Los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Y entonces eligió como sitio propio una de esas barcas. La de Simón. Abordó la nave misma en la que aquellos empeñosos pescadores obtenían el sustento. Le pidió a su dueño que la alejara un poco de la tierra. Un poco. Lo suficiente para poder ser escuchado. Ahí se sentó. Su posición le otorgaba así una nueva dignidad a la barca. Y se puso a enseñarle a la multitud.
La multitud recibe la palabra. Pero hay alguien que está siendo tocado personalmente en aquel instante. Simón. La palabra ha invadido su espacio. El instrumento de su labor cotidiana. Delicadamente, casi tomando como pretexto al gran número de personas reunidas en torno a él, Jesús abordó su barca. Y de pronto ya estaba instalado en ella, explayándose. La palabra resonaba en los corazones de muchos. El suyo era sacudido de otra manera. Además de lo que estuviera diciendo, el significado para él era aún más fuerte. Su barca. Y Jesús hablando. Él mismo estaba participando, sin haberlo planeado, en el gesto maravilloso de aquella enseñanza. La pequeña distancia que había cobrado para facilitar la escucha era la señal de su propia privacidad. Privacidad que había quedado involucrada en la acción del Señor.
Y entonces, el desafío se impuso. El pescador pudo entender que Jesús había iniciado un proceso que lo envolvía cada vez más, con su fascinante presencia. Cuando el discurso hacia la multitud terminó, la palabra que estaba en su barca se dirigió a él, y le dijo: “Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”. La palabra de Dios se posicionaba en lo que para él era familiar: la pesca. Él mismo constató con su réplica a quién correspondía la experiencia en ese ámbito: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada”. Un dejo de humildad, sin embargo, acogió el reto. “Confiado en tu palabra, echaré las redes”. El viaje a la profundidad no se refería sólo al lago, sino a su propia realidad y su ubicación ante Dios. Él era experto en la pesca, pero Jesús lo era en la palabra. Y se rindió a la palabra, permitiendo que las resistencias se vencieran. Confiaba a la palabra su trabajo y su persona, lo familiar y el sustento, lo cotidiano y la memoria de muchos días, de muchos años, acaso de generaciones. La palabra le había abordado el corazón. Y confiado en ella, cogieron tal cantidad de pescados, que las redes se rompían. La palabra conquistó la barca y el corazón, y la desbordante pesca los inundó con sorpresa. Sorpresa que cundió al tener que llamar a los de la otra barca para ayudarlos. El milagro era real. Pero era más intenso en el corazón. La palabra de vida les sonreía.
“Soy un pecador”, prorrumpió Simón arrojándose a los pies de Jesús. El signo se le había vuelto también incontestable. Aquello era de Dios. Él no era digno. Pero su propia palabra fue redimida y transformada, como su barca y su vida. “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. La palabra lo había enganchado, como un anzuelo de redención. “No temas”. Y dejándolo todo, lo siguieron.
La palabra de Dios, que descubre sus misterios, es también palabra que llama, que transforma. La majestad de su santidad no se siente incómoda en las estrecheces de nuestro espacio. Hasta ellos llega, y manifestándonos su gloria nos hace cobrar conciencia de nuestra propia realidad. Es provocación porque sacude las certezas y abre horizontes inéditos. Se vuelve vocación porque nos involucra en su propia suavidad, consagrando nuestros labios con el carbón encendido que nos hace capaces de adorarlo. Se vuelve convocación, porque a través de nosotros llega a otros, en una cadena creciente de salud abundante que no deja sin pescados ninguna barca. Es el Evangelio que nos salva, que se nos entrega como gracia y que como tal es fecundo. Por la gracia de esta palabra somos lo que somos, y hacemos de nuestra voz, de nuestra pobre voz, el instrumento desde el cual se expande por el mundo entero la alegre noticia de la misericordia divina.
La humanidad se sigue arremolinando con un anhelo que no logra formular. Para colmarla, el Señor sigue haciendo un gesto discreto a través del cual toma distancia del caos y convierte en púlpito nuestra pobreza. En este rincón del mundo, un pequeño grupo de fieles adora al tres veces santo y ofrece el sacrificio perfecto de su amor. Y aquí mismo, en nosotros, la redención sigue siendo una realidad y una promesa. Enviados por él a la profundidad del tiempo, seguimos confiando en su palabra y echando las redes. Aquí estamos, Señor, indignos y pecadores. Tu pesca nos aguarda.