Es evidente que el Presidente Andrés Manuel López Obrador está construyendo una dictadura al viejo estilo priista, muy parecida a la impuesta por la “Revolución Bolivariana” en Venezuela.
No se conforma con el inmenso poder que los ciudadanos le dieron en las urnas, incluyendo su holgada mayoría en las dos cámaras y su control de 20 legislaturas estatales, sino que pretende apoderarse también del Poder Judicial nombrando ministros a modo, y eliminar o debilitar a instituciones autónomas tan importantes como el Instituto Nacional Electoral, el Instituto de Evaluación Educativa, el INEGI, la Comisión Reguladora de Energía y otras de vital importancia para una democracia equilibrada y para el buen funcionamiento económico del país.
Crear una estructura piramidal –los superdelegados- por encima de los gobiernos constitucionales de los estados, intimidar a los medios y amenazar con “prisión preventiva” bajo cualquier pretexto a los opositores.
Construir nuevas clientelas político-electorales mediante la entrega masiva de dinero público a costa de destruir instituciones y programas tan vitales como las estancias infantiles. Construir un nuevo sindicalismo oficial, encabezado por uno de los juniors más corruptos y perniciosos del viejo sindicalismo priista; crear una nueva élite empresarial dependiente de los favores presidenciales y un nuevo partido hegemónico alimentado por estas nuevas clientelas.
En suma un gobierno tiránico, autoritario, sin contrapesos de ningún tipo. Una presidencia absoluta, sin equilibrios y apoyada férreamente por una nueva casta militar consentida e incondicional.
Pero lo más preocupante es el tono cuasi-religioso y moralizante que el Caudillo le da a su forma de gobernar. En su homilía mañanera acusa, enjuicia y condena a sus adversarios políticos de los peores crímenes sin presentar prueba alguna y sin darles la oportunidad de defenderse ante un jurado o de contestarle en una tribuna pública equiparable a la suya, como lo hizo con los 9 exfuncionarios del sector energético y con los expresidentes del “régimen neoliberal”; y contra el único funcionario que se ha atrevido a contradecirlo, el todavía presidente de la Comisión Reguladora de Energía.
“¿Y de qué se les acusa?”, pregunta Jesús Silva-Herzog Márquez en su columna del 18 de febrero en Reforma. “De haberse apartado del código moral del Amado Líder. Eso. Ninguno de ellos recibe una acusación legal. Nadie enfrenta un proceso jurídico, nadie tiene oportunidad de defenderse en tribunales para limpiar su imagen. El jurado y el verdugo son el propio Presidente de la República. Es solo él quien ha inventado la infracción moral. Los acusados no han cometido delito alguno. Cumplieron, hasta donde puede saberse, con sus obligaciones legales. Acataron las reglas del derecho que son las únicas que pueden exigir el poder público a los ciudadanos. ¡Pero pecaron! Todos esos funcionarios fueron tentados por el mal y cayeron en el vicio. El puritano los llama pecadores, inmorales. Ese lenguaje de inquisidor implacable ha vuelto al discurso público…”
Y Leo Zuckermann en Excelsior, el 13 de febrero: “Desde su púlpito matutino, el gran ayatolá de la Cuarta Transformación hace juicios morales lapidarios. Hay cosas que, según él, pueden ser legales, pero inmorales. Los impúdicos, por tanto, deben ser condenados públicamente. Que la gente se entere para que, si se los encuentran en la calle, les reclamen…El jefe de un Estado laico ni puede ni debe convertirse en gran sacerdote como si estuviéramos en una teocracia. Él no está ahí para decir qué se vale y qué no. Eso lo define la ley. Y si no le gusta la ley, pues que la cambie, que al fin y al cabo, tiene una cómoda mayoría en el Congreso.”
Hay preocupación. Pero ¿se puede hablar de “teocracia”?
Un amigo escritor católico me argumentaba que el Presidente y cualquier funcionario público tienen la libertad como cualquier otra persona de expresar públicamente sus convicciones morales y religiosas. Yo estoy de acuerdo y creo que esto ha sido una de las conquistas cívicas y políticas de la lucha por la democracia en México desde la primera visita del Juan Pablo II en 1989. Pero no creo que un Presidente deba usar de manera abusiva sus convicciones morales para enjuiciar públicamente a ciudadanos en gran medida indefensos frente a su poderío.
Muy lejos estamos de una teocracia, donde una casta sacerdotal o un pontífice máximo imponen sus convicciones morales y religiosas en las decisiones públicas. Lo que está haciendo AMLO más bien me parece una manipulación política de los sentimientos religiosos del pueblo para acumular más poder y denostar a sus adversarios sin tener que recurrir a las vías legales. Más concretamente para enjuiciar públicamente lo que él considera el origen de todos los males de nuestro país, el “régimen neoliberal”(y los “fifís” que lo apoyan), como lo dijo al anunciar el juicio contra los expresidentes de dicho período.
Se busca enjuiciar y condenar públicamente una manera de pensar, una concepción del mundo, el “neoliberalismo”, como lo dijo Jesús Ramírez Cuevas, vocero de la Presidencia e integrante del comité organizador del proyecto de “Constitución Moral” anunciada en noviembre pasado por López Obrador.
Se busca asentar en la imaginación popular que todo lo que antecedió al triunfo del Caudillo fue malo y podrido, y que hay que erradicarlo de tajo para dar paso al advenimiento de una nueva era y un nuevo dominio, no de un sexenio sino de al menos un siglo.
Las mismas tácticas propagandísticas que usaron los nazis para inocular en la mente del pueblo alemán la idea de que la democracia y el liberalismo previos, los judíos y el sistema usurero por ellos representado –según los nazis- eran el enemigo a destruir, y que el Tercer Reich estaba llamado a durar 1000 años.
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