Las tentaciones de Jesús

Homilía correspondiente al primer Domingo de Cuaresma, ciclo C.

Todo el que invoque al Señor como su Dios será salvado. El distintivo de la fe cristiana consiste en reconocer a Jesús como Señor. Certeza que adquirimos, en principio, por su resurrección. Dios lo resucitó de entre los muertos. La Pascua de Cristo es, por lo tanto, el punto de referencia absoluto de nuestra convicción. Ahí se nos ha manifestado plenamente el misterio de Dios, a quien llamamos “Padre” no sólo porque de él provenimos, sino porque en su eternidad es siempre el Padre de su Hijo amado, y ese Hijo eterno es precisamente Jesús. De ahí que la más remota identidad de la fe se identifica con la persona de Jesús reconocida como divina. Basta que cada uno declare con su boca que Jesús es el Señor y que crea en su corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, para que pueda salvarse. La Cuaresma que hemos iniciado tiene como fin llegar a ese momento glorioso en que las fauces de la muerte se abrieron para dar paso a la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte, y a su definitiva revelación como Dios; a ese momento en el que proclamaremos ante el mundo con los labios lo que es la fe del corazón: Jesús es el Señor.

Pero el inicio de nuestro camino cuaresmal nos pone delante otro aspecto de ese mismo Jesús. Nos permite tocar su humanidad. Porque el que eternamente es Dios, Hijo de su Padre eterno, es también alguien que comenzó a existir en el tiempo, que nació de la Virgen María y que ha compartido en todo nuestra condición humana, menos en el pecado. La cercanía de Dios, la cercanía salvadora de su palabra, es también la cercanía de alguien que está a nuestro lado como ser humano. Alguien que se somete a la tentación. El viaje que hacemos hoy con él no nos conduce por el Espíritu solamente al desierto. De alguna manera nos lleva al inicio mismo de la historia, cuando el primer hombre rechazó el brillo del polvo que lo constituía entregándose libremente a la seducción tramposa de la serpiente. “Diablo”, lo llama Lucas, porque es el que separa, el que divide, el que fractura. Separa al hombre de la confianza fundamental en Dios, de quien había recibido el propio ser, bajo la sospecha de que lo movían fines distintos al amor. Lo dividió así, por lo tanto, del sentido de gratitud que brotaba espontáneo de la gratuidad de su propia existencia. Y terminó, por lo mismo, de fracturarlo interiormente, dado que su proprio brillo era consecuencia de la imagen y semejanza sembrada en él.

Las tentaciones que conoce Jesús siguen la misma lógica perversa de la mentira. La mentira de que la identidad de Jesús como Hijo de Dios dependiera de la demostración maravillosa de un milagro caprichoso, por más que lo entendiéramos en el contexto desafiante y urgente del hambre. La mentira de que los reinos del mundo le pertenecen al mal, y que para realizar el poder ha de sucumbir el amor a la idolatría de la corrupción. La mentira de que el templo no es el lugar para rendir culto a Dios, sino de ejecutar acrobacias extravagantes para satisfacer la morbosa curiosidad de quienes no se sorprenden con la majestad de las leyes de la naturaleza y quieren imponerle sus fantasías incoherentes. Es la mentira misma de los orígenes, que ofrecía plenitud humana en la desobediencia a Dios. Para todas las mentiras hay una respuesta soberana del Señor, que expresa la auténtica sabiduría del hombre: “No sólo de pan vive el hombre”. “Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo servirás”. Y “no tentarás al Señor tu Dios”. Dios es Dios. Y el hombre es hombre. Pretender ubicar al hombre en el lugar de Dios no lo eleva, sino lo arroja estrepitosamente en el fracaso. El hombre, que es imagen y semejanza de Dios, cumple su vocación en la acogida amorosa del orden establecido por Dios para su existencia feliz, y en la invocación sensata de su santo nombre.

Pero el Evangelista nos adelanta aún algo más. Concluida la tentación, el diablo se retiró de él, hasta que llegara la hora. La tentación no termina en el desierto. Habrá aún otro momento que concentrará con mayor densidad la astucia del separador y la agresión de la mentira. Será la hora de la pasión y muerte de Jesús. El mismo a quien reconocemos como Señor, aceptó la lucha que destruye al hombre, y la afrontó como hombre, con la misma fragilidad terrosa de Adán. La cruz se yergue ya como un horizonte de nuestro itinerario.

El pueblo de Israel recordaba las hazañas del Señor para librarlo de una dura esclavitud. Y ofrecía las primicias de sus cosechas agradecido. Al recordar nosotros la gesta de Jesucristo también vibramos hoy con la actualidad de su muerte y resurrección. Hacemos nuestra la estancia litúrgica de la Iglesia, para que nuestra propia flaqueza y nuestra tentación sea vencida en Cristo. Los cuarenta días de nuestro ciclo los asumimos como conciencia del polvo de Adán que nos constituye pero también de la fuerza de Cristo que en ese mismo polvo ha rendido al Padre el justo tributo. Profesando nuestra fe en Cristo Señor e invocando su nombre, estamos seguros de que no quedaremos defraudados.

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