La oración cuaresmal

Homilía correspondiente al II Domingo de Cuaresma, ciclo C.

Él transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo. San Pablo invita a los filipenses a imitar juntos su ejemplo, con la esperanza de que habrá de venir del cielo nuestro salvador, Jesucristo. Los mueve, así, a pensar en el cuerpo glorioso del Señor, la belleza consumada de su naturaleza humana con la que reina a la derecha del Padre, después de haber cruzado por el camino doloroso de la cruz. También la Iglesia el día de hoy pone ante nuestros ojos el cuerpo del Señor. No aún el cuerpo glorificado después de la resurrección, aunque es ciertamente en referencia a su Pascua que nos seguimos congregando. Pero sí nos convida a aquella participación adelantada de la dicha eterna que un pequeño grupo de apóstoles pudo tener de la gloria de Dios traslucida en el cuerpo de Cristo. Con Pedro, Santiago y Juan, sube hoy toda la Iglesia al monte con Jesús para hacer oración. Nuestra oración cuaresmal. Siguiendo sus pasos, nos dejamos conducir por él, aunque la experiencia a la que nos convoca supera infinitamente nuestra capacidad de comprensión. Pero el amor, de alguna manera, el amor divino que ya se nos comunica por la familiaridad con Jesús, dispone la mirada para dejarnos tocar por su luz. ¡Qué bueno sería quedarnos aquí!

El itinerario del tiempo santo no esconde sus exigencias. El llamado a la conversión es fuerte, y nos advierte sobre el peligro de volvernos enemigos de la cruz. Ahí están también para nosotros el vientre que se propone como dios y las vergüenzas que se ofrecen como remedo de gloria. Ahí está la fuerza gravitatoria del mal intentando deglutirnos hacia la perdición. Pero de ninguna manera el peso del camino nos quiere desanimar. Desde ahora y después de haber hecho conciencia del realismo de las tentaciones, el faro del puerto nos despierta con el saludo de su amable brillo. Como lo hizo también con los apóstoles, que tenían aún por delante el desconcertante cáliz de la pasión, Jesús nos entrega un dulce momento de intimidad dentro del cual los episodios que han de cumplirse en Jerusalén adelantan su sentido. Jesús pertenece al cielo, y aunque mientras caminó su historia humana se sometió a los rigores de nuestra humildad, nunca dejó de ser el hijo de Dios, reconocido por su Padre, el elegido, a quien hay que escuchar.

En un ambiente de oración, el rostro de Jesús mudó y sus ropas se volvieron deslumbrantes. La presencia de Moisés y de Elías, dos grandes orantes ellos mismos, rodeados de esplendor, trazaba una línea misteriosa de continuidad entre los acontecimientos pasados del pueblo de Israel, los inminentes que estaban a punto de ocurrir en Jerusalén y la expectativa de la gloria definitiva que se nos ofrece en Cristo. Orar es lo que necesitamos. Orar es lo que la Iglesia nos enseña a hacer. Orar como Moisés, atentos a la sensatez divina y humana que se contiene en los mandamientos. Orar como Elías, aguzando el oído, el olfato y la piel para percibir el paso de Dios en la brisa suave. Orar como Abraham, con la mirada en el cielo desafiado por el número de las estrellas y la fidelidad en la tierra, ahuyentando a los buitres que pueden alterar la ofrenda de la Alianza. Orar nos abre siempre a una perspectiva distinta: la divina.

Nuestra oración cuaresmal se concentra en Cristo y, por su medio, en la Trinidad. Es un ascenso que quiere llegar a contemplar, y en el cual somos desbordados por la divina presencia, de un modo que nunca hubiéramos podido imaginar. Es deslumbrante claridad la del Señor que a la vez nos envuelve en la nube del Espíritu para hacernos escuchar la voz del Padre. Voz que, finalmente, nos vuelve de nuevo a Cristo, indicando que hemos de escucharlo. A través del cuerpo de Cristo, la cercanía de Dios es palpable, visible, audible. Por eso la disposición de la Iglesia es de una continua sobriedad, que nos permita desembarazarnos de todo lo que nos distrae para llegar a lo esencial. Y lo esencial está en su cuerpo. Su cuerpo terreno, el mismo que condujo a los discípulos al arrobamiento y después a su desconcertante entrega en la cruz. Su cuerpo glorioso, el mismo que concedió en un asomo que contemplaran los tres bienaventurados apóstoles, como adelanto de su propia resurrección. Su cuerpo místico, que es la Iglesia, en el cual su gloria también se nos desborda como gracia sacramental, como intimidad de comunión, como revelación en el anuncio. Su cuerpo eucarístico, del que nos nutrimos, para dirigirnos después al cuerpo del hermano, especialmente el más necesitado, el que ha sido lastimado y yace a la vera del camino, en el que reconocemos también su misteriosa presencia que nos provoca al servicio.

Hermanos: nos une el amor de Cristo. La tensión hacia la Pascua nos hace caminar con él y en él. Le suplicamos que acoja la ofrenda de nuestro propio cuerpo, para que continúe su obra de configurarlo con el suyo. En la estación cuaresmal, imploramos para cada uno de nosotros y para la comunidad eclesial, que la regeneración del bautismo nos actualice en la gracia, en la verdad y en la integridad. Perseveremos en la conversión, sin cansarnos de contemplarlo, de modo que él encuentre en nosotros más que la voluntad de hacer tres tiendas, la de hacer de nosotros mismos el templo de su amable morada


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