En días pasados el Presidente anunció con bombo y platillo el fin del neoliberalismo en México y decretó el inicio de la era “posneoliberal”. Pero no dijo, y por sus actos de gobierno no queda nada claro, qué modelo o estrategia económica sustituirá al que ha regido la economía mexicana desde el gran fracaso del viejo estatismo en 1982.
Queda claro que por lo pronto no se refiere a cancelar los tratados de libre comercio, piedra angular del neoliberalismo. Tampoco a suprimir la autonomía constitucional del Banco de México o a tirar por la borda la disciplina fiscal y el sistema de flotación monetaria.
Más bien se entiende que quiere un Estado fuerte, capaz de intervenir de manera decisiva en la economía para aumentar la producción, equilibrar las grandes desigualdades sociales y disminuir significativamente la pobreza. Lo cual estaría muy bien.
Pero esto no se logra regalando dinero y repartiendo subsidios a la producción, como ya lo intentaron los gobiernos del viejo “nacionalismo revolucionario” del PRI. Eso solo crea y mantiene temporalmente clientelas electorales, pero a costa de grandes desequilibrios fiscales, inflación, endeudamiento y subsecuentes devaluaciones monetarias.
La única forma exitosa en que el Estado puede intervenir para detonar la producción y propiciar una distribución equilibrada del ingreso es como lo han hecho todos los países que han logrado salir del subdesarrollo: con un fuerte impulso al desarrollo científico-tecnológico-educativo y construyendo obras estratégicas de infraestructura económica, en particular carreteras, puertos, ferrocarriles, aeropuertos, comunicaciones y nuevas fuentes masivas de agua y energía.
Obras estratégicamente escogidas de acuerdo a un plan nacional de desarrollo enfocado a perfeccionar las áreas en las que México puede competir exitosamente en los mercados del mundo. El turismo. La agroindustria y la agroexportación, tan exitosa en las últimas dos décadas. La pesca y su industrialización, contando con extensos litorales en ambos océanos. Y por supuesto la industrialización y exportación del petróleo y sus derivados, entre otros rubros.
Todo lo cual exige antes que nada desarrollar una fuerte industria de bienes de capital de marcas mexicanas, capaz de fabricar la maquinaria pesada que se requiere para construir y desarrollar todas las áreas anteriores sin crear una creciente dependencia de la importación de maquinaria y tecnologías extranjeras.
Esto es lo que hizo Estados Unidos al independizarse del imperio británico, que pretendía mantener a su colonia como mera proveedora de algodón y otras materias primas. Así como lo hizo Roosvelt ante la Gran Depresión de 1929. Japón con la Revolución Meiji del siglo XIX y para su reconstrucción después de la Segunda Guerra. Al igual que Alemania y todos y cada uno de los países que han logrado industrializarse, incluyendo por supuesto China y los demás “tigres asiáticos”.
Ni el viejo estatismo priista ni el neoliberalismo posterior avanzaron mucho en esa dirección. El primero se quedó en una industria ligera de bienes de consumo malos y caros para un mercado cautivo y protegido. El segundo limitó su desarrollo industrial a la mera maquila para los mercados externos, sin desarrollar una industria propia capaz de fabricar maquinaria y generar tecnologías productivas propias y enfocadas al desarrollo del país.
Mientras la llamada Cuarta Transformación se inauguró destruyendo la obra de infraestructura más importante de las últimas décadas, el aeropuerto en Texcoco, y proponiendo como su obra central un ferrocarril que muy poco tiene que ver con el desarrollo industrial y productivo de la zona o del país, y una refinería muy cuestionable por su lejanía con los centros de consumo y por su inviabilidad económica en tiempos de cambio tecnológico radical en el tema energético.
Pero lo más grave es que lejos de darle un impulso al desarrollo científico y tecnológico, la 4T se ha inaugurado con recortes presupuestales drásticos a Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), poniéndolo en manos de pseudocientíficos que creen en la astrología y en el “chulel” del maíz autóctono y se oponen a los grandes avances de la biotecnología. Recortando el presupuesto a las universidades públicas y dejando sin presupuesto a instituciones de educación y difusión científica tan importantes como la Academia Mexicana de Ciencias.
Por los hechos se puede concluir que el mayor intervencionismo estatal no se concentrará en incrementar las capacidades productivas de nuestra economía, ni en aumentar su capacidad soberana de competir en el mercado mundial y nacional, sino en la redistribución con criterio político de una riqueza cada vez menor y una capacidad científico-tecnológica que seguirá a la zaga de los grandes avances mundiales.
Un Estado fuerte y omnipresente que será incapaz de sacar al país de la pobreza y corregir sus grandes desigualdades sociales, pero creará clientelas políticas crecientes y cada vez más dependientes del Estado.