El camino de la vida

Homilía correspondiente al III domingo de Cuaresma, Ciclo C

Un tremendo espectáculo aparece ante nuestros ojos este domingo. Sobrecogedor, al punto de hacernos retirar la mirada, por más que la curiosidad nos siga llevando a él. La autoridad, Pilato, mandó asesinar a unos galileos mientras ofrecían sus sacrificios. La noticia no pudo dejar indiferente a Jesús, pero él extendió aún más el horizonte del terror. ¿Recuerdan aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé? No menos escalofriante es la memoria de san Pablo en su primera carta a los corintios. A pesar de que nuestros padres atravesaron el mar Rojo y fueron protegidos por la nube, a pesar de que fueron alimentados con comida espiritual y a pesar de que una roca de agua viva les ofreció bebida refrescante, en su gran mayoría quedaron tendidos en el desierto, muertos, arrollados por su codicia y por sus murmuraciones contra Dios. También nosotros podemos aludir a catástrofes naturales o a calamidades producto de la acción o el descuido humanos, y emprendemos rápido una búsqueda de culpables. La inteligencia busca una razón. Intuye la relación entre la tragedia y el mal, y quiere dar una explicación a los acontecimientos inquietantes. Pero no hay que adelantar el juicio. El tiempo es, para nosotros, oportunidad. Y el impacto que causan estos sucesos debe despertar, más bien, la conciencia a la conversión.

La parábola de Jesús se ubica en esta tónica. Un hombre tenía una higuera plantada en su viñedo. Esperaba, justamente, obtener de ella frutos buenos, dulces y sabrosos. Tres años habían pasado sin que el árbol los produjera. “Córtala”, ordenó entonces al viñador. “¿Para qué ocupa la tierra inútilmente?” Mejor deshacerse de ella para plantar en su lugar algún arbusto más generoso. Contra este juicio tajante, sin embargo, se escucha la petición del viñador, el que más cerca estaba de las plantas y más podía conocer sus potencialidades. “Señor, déjala todavía este año”. Su palabra, reflejo de la misericordia y la paciencia divinas, abre el tiempo del cambio, respaldado por su propio compromiso de trabajar sobre ella. “Voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono”. Una nueva oportunidad cuando todo parece perdido. Una nueva ocasión, con creatividad y trabajo, que acaso haga surgir botones sanos de vida, aunque muchos tal vez ya no aguardarían el milagro de la maduración. Y no con ello se ha borrado la expectativa, volviendo indiferente si hay frutos o no. El juicio vendrá. Sólo se dilata, procurando la salvación del árbol. “Si no, el año que viene la cortaré”. El tiempo no es infinito. El compás con el que contamos es el ofrecimiento de un espíritu que impregna de agua y fecunda de luz. Una pequeña aportación se espera de la higuera. La dosis de su tallo, de la penetración de sus raíces, de la absorción de los nutrientes que no faltan. Si, contumaz, el árbol sigue sin dar frutos, puede ver en el fuego que quema otras ramas el aviso de su propio destino. Dicho con san Pablo: Todas estas cosas les sucedieron a nuestros antepasados como un ejemplo para nosotros y fueron puestas en las Escrituras como advertencia para los que vivimos en los últimos tiempos. Estos son los últimos tiempos. No hay otros. Son los tiempos definitivos de la fe, para dar frutos de caridad. Si no, la vacuidad de tal existencia llevará en sí misma su inevitable consecuencia.

Un fuerte contraste brilla ante nuestros ojos a través de la mirada de Moisés. No se trata en este caso de lamentables infortunios, sino de un hecho singular, captado agudamente por un corazón bien dispuesto. Aquí también la curiosidad alerta. Un signo inesperado es, en el tiempo, revelación y confidencia. Una zarza arde sin consumirse. No sólo hay advertencias. También sorpresas y consolaciones. El tiempo del hombre de Dios se funde en el encuentro con su Señor, que se da a conocer como el Dios de los padres, el que ha estado en el pasado, pero también el que lanza a su pueblo hacia delante, con una promesa de libertad. Se ofrece una tierra buena y espaciosa, una tierra que mana leche y miel. Dios no ha ignorado la opresión y el sufrimiento de los suyos. En su estable señorío, define el momento de los frutos de la libertad. Hay que comprometerse con el tiempo, ponerse en camino. Para que el pueblo responda, Él mismo se ha puesto en camino y los ha alcanzado en su espacio, que se ha vuelto, por lo mismo, tierra sagrada. Quien se creyó condenado a la esclavitud perpetua, puede esperar algo nuevo. Pero deberá, para ello, cumplir su misión.

Cuaresma. El camino de la vida y el camino de la muerte están a la vista. El tiempo es propicio para optar. Para no sentirnos seguros en la propia comodidad ni abandonados totalmente en la propia esclavitud. El cambio es posible. Se remueve la tierra. Se riega y se abona. Dios se insinúa. Ahora es cuando.

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