Homilía correspondiente al IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
Jesús recibe a los pecadores y come con ellos. La célebre parábola del padre misericordioso y sus dos hijos es motivada por una murmuración que se suscitó entre los fariseos y los escribas a propósito de ese gesto del Señor. De hecho, la actitud dura y envidiosa del hermano mayor de la narración los retrata inequívocamente. Y la última palabra del padre deja en suspenso la invitación que le ha hecho a no quedarse al margen del festejo de su hermano: “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. No se resuelve si se obstinó en quedarse afuera o si cedió ante la insistencia del padre y pudo regocijarse finalmente con el retorno del hermano. Este suspenso abre también para nosotros el espacio de la reconciliación. ¿Queremos integrarnos al banquete suculento del amor, o preferimos reservar el corazón para el lamento y el resentimiento?
La conversión que se le pide al hermano mayor no es más sencilla que la ya vivida por el hijo pródigo. Aquel que se fue a un país lejano y derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Aquel que, tras el desperdicio de toda una herencia que era producto del esfuerzo y de la dedicación, había malgastado todo, terminando por padecer necesidad, y viéndose constringido a un trabajo humillante, se encontró a sí mismo deseando hartarse con las bellotas que comían los cerdos, y reducido, además, a la vergonzosa condición de que ni siquiera lo dejaban que se las comiera. Aquel que, entrando en su propia interioridad, echó de menos la seguridad que tenían los siervos de la casa de su padre, y, evocando con el recuerdo su propia seguridad, decidió emprender el camino de regreso para reconciliarse con él, aunque quedara con ello orillado a un puesto menor. Aunque el joven había seguido con sus propias decisiones una ruta de alejamiento e irresponsabilidad, y su retorno había conocido el dolor de la ignominia, el camino que el hermano mayor debía seguir no era menos dramático. En él, había que renunciar a una comparación estéril que desembocaba irremediablemente en la envidia. Debía hacer propia la lógica del perdón paterno, que era capaz de mantener la mirada en una dignidad nunca perdida, por más que la experiencia hubiera manchado el rostro y herido los pies. Debía dejar de pensar en sí mismo y en sus propios gustos, para gozar de la dicha ajena, y reconocer, en particular, la feliz reivindicación del ser humano, del hermano, por encima de sus errores y fracasos.
Este salto es el de la mayoría de edad. El de una fraternidad que ya no se mide a partir del equilibrio justiciero y del calculado beneficio personal. El de una fraternidad que ya no es el resultado inevitable de pertenecer a la misma familia, sino que es una elección personal y una confirmación de la propia voluntad de no romper la relación. Es el reconocimiento de la imagen de padre común en ambos rostros, y el reflejo que permite ver en los ojos del otro la misma búsqueda, la misma necesidad, la misma aspiración. Es la opción por la dignidad humana en su más honda raíz, que no es otra que la de la huella de Dios en cada persona. La que ha respetado la libertad, y brinda también nuevas oportunidades.
La mayoría de edad en la fe aparece también en la primera lectura. Después de que el pueblo elegido entró en la tierra prometida, dejando atrás el desierto en el que habían sido nutridos con el maná, desapareció el auxilio extraordinario de Dios para dar paso al trabajo y al esfuerzo de los que han llegado a la tierra. Al día siguiente a la Pascua, comieron del fruto de la tierra, panes ázimos y granos de trigo tostados. Hay momentos en los que el auxilio que requerimos del Señor es el de los pequeños, incapaces de valerse por sí mismos. Pero sería una grave equivocación para el desarrollo de las personas hundirlas en la dependencia y la pereza. Al adulto se le pide el trabajo de la siembra y la cosecha, de la molienda y el cocimiento, para disfrutar del pan de la tierra. El pan del cielo queda reservado a otra esfera.
Como cristianos, siempre somos llamados a crecer, a alcanzar la mayoría de edad que nos confiere la relación con Cristo. Pero la maduración en la fe no nos vuelve viejos. Al contrario, nos garantiza la novedad continua del amor que proviene de Dios. Cuando san Pablo en la segunda lectura habla de la obra de Dios que nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo, no sólo da por hecho una realidad ya cumplida. Él mismo se reconoce mensajero de la palabra de la reconciliación. Es adulto porque es apóstol. Ser sus embajadores es ya no sólo tener la experiencia gozosa del amor del Padre, sino ser capaces también de llevar ese mensaje al mundo, para que lo conozca y participe en él. Más allá del temor y de la angustia, es la certeza que lleva al creyente a alabar y bendecir al Señor sin cesar, de proclamar ante todos su grandeza, de saltar de gozo porque Él nunca decepciona. El adulto en la fe confía, más allá de la inestabilidad del tiempo, y no establece su juicio en una perspectiva infantil. Entendiendo la gravedad de la obra de la salvación que Dios ha cumplido con el mundo en Cristo, valora la superación del pecado y de las transgresiones, y descubre con alegría la fuerza divina, capaz de hacer nuevas todas las cosas. Lejos de la envidia, participa con gusto de la fiesta de la reconciliación. Que esta sea también, en Cuaresma, nuestra disposición y nuestro compromiso.