El nuevo valor del tiempo

Homilía correspondiente al II Domingo de Pascua(de la Divina Misericordia), ciclo C.

“Yo soy el que vive”, dice el Señor al vidente de Patmos. “Estuve muerto y ahora estoy vivo por los siglos de los siglos”. En medio de siete lámparas de oro, el Hijo del hombre está vestido de larga túnica, ceñida a la altura del pecho, con una franja de oro. El que ha resucitado ocupa el lugar central de la visión, como gran sacerdote y rey, y su voz impera con la encomienda de trompeta: “Escribe lo que veas”. A pesar de lo grandioso de la escena, tiene el gesto delicado de poner la mano sobre Juan, el hermano y compañero en la tribulación, y decirle “No temas”. Esto ocurrió el domingo. Esto ocurre el domingo. Es el Día del Señor. Es la actualidad reiterada que nos convoca como asamblea, como Iglesia, en la que la presencia del Viviente nos anima, más allá de toda perturbación, y nos convierte en pueblo que reconoce, que alaba y que bendice. En las siete comunidades de Asia mencionadas adivinamos a todas las iglesias extendidas a lo largo y ancho del orbe, reunidas en el nombre del Señor, en el acontecimiento común del culto y la santificación, del testimonio y el anuncio, de la memoria y la profecía. A ocho días de haber celebrado la solemne vigilia pascual, cobramos conciencia del ritmo semanal que nos concede participar en la acción sacerdotal de la salvación del mundo. El que vive, el que estuvo muerto y ahora vive por los siglos, nos integra como iglesia para vivir, para pasar de la muerte a la vida, para prolongar la respiración y el palpitar de salvación mientras perdura la historia. Y nosotros cantamos con júbilo: ¡Aleluya!

La perspectiva majestuosa del Apocalipsis hunde sus raíces en los hechos que nos narra el Evangelio. Ahí se indican dos domingos. El primero, el mismo día de la Resurrección, al anochecer. El segundo, ocho días después. El ritmo del nuevo pueblo quedó marcado desde entonces. No es la elaboración tardía de algún espíritu devoto y creativo que quiso honrar a Jesús. No es la fantasía romántica de un simpatizante que supera su frustración con homenajes póstumos. No es el acuerdo de los participantes en un movimiento que anhelan mantener los lazos amistosos a los que se han acostumbrado. Quien establece el nuevo valor del tiempo y reformula su ciclo es Jesús, presentándose en medio de ellos, ofreciéndoles su paz, abriéndoles el acceso a su cuerpo glorioso, orientándolos con su envío a prolongar el que él mismo había recibido del Padre, dotándolos del Espíritu Santo para poder extender su obra del perdón de los pecados. Todo el dinamismo de la Iglesia está contenido allí, como memoria consciente y disponible de cuanto había ocurrido previamente con él, y al mismo tiempo como encomienda dilatante y fecunda de su propia obra. Todo depende del Señor. Todo tiene como contenido al Señor. Todo se establece en él, permanece en él y se extiende desde él, como continuación de su amor, del amor más grande. El amor que es luz y vida, que es misericordia y amistad, que es confianza y familiaridad, que es jardín y mundo nuevo, fe y alegría, presente y futuro sin fin.

La fuerza de este amor se describe sencillamente en los Hechos de los Apóstoles. Crece el número de hombres y mujeres que creen en el Señor, y crecen con ellos los signos de la vida que se les otorgan. La curación física de la que da testimonio la narración –y que no se excluye en tantas intervenciones sorprendentes de Dios también en nuestros días– tiene, sin embargo, su significado más hondo en el nuevo modo de vivir que brota de la acción del Espíritu Santo, en la caridad. El perdón no es una utopía. La restauración interior de los espíritus, tampoco. La intensidad de la experiencia nutrida de la savia de Cristo está aquí, a nuestro alcance, invitándonos a escucharlo, a tocarlo, a sentir su hálito, a gozarlo. Para quienes tenemos la dicha de creer, también hay acceso a un crecimiento cualitativo. El cristal de la mirada pule su brillo con la gratitud y el afecto, con la ternura y la fraternidad. La sombra de Pedro y de cada discípulo es una caricia del cielo que testifica la bondad de Dios. Ser parte de la comunidad de los testigos es el más grande honor, y también la más delicada responsabilidad. La iluminación bautismal y el sello del Espíritu nos habilitan a la comunión cristiana. Bajo este pórtico de Salomón, ejercitemos nuestra pertenencia al Señor.

Este es el día del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo. Día en que nuestra vestidura blanca engalana la columna de fuego con la luz de la gracia recibida. Día en que la misericordia es un don y un estilo. Día de Cristo y día de su Iglesia. Día de los cristianos y día dichoso para el universo entero. Alegrémonos, hermanos, con el Primero y el Último, con el que tiene las llaves de la muerte y del más allá. Él es nuestro Señor. Él es nuestra alegría. Aleluya, aleluya, aleluya.


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