¿Se puede ser santo y político? (¿Qué dice el Papa Francisco?)

¿Es posible la santidad en la vida de los laicos, en especial en quienes se ocupan de la actividad cívico política? Veamos algunas claves que nos ofrece al respecto el Papa Francisco en dos de sus documentos recientes. Uno, Evangelii gaudium (a la que referiré con sus siglas EG) de 2013 y dos, Gaudete et exultate (GE) del año 2018. Intento señalar los principales puntos que puede motivarnos a comprender mejor esta dimensión y a lo que nos invita el Santo Padre a actuar en consecuencia.

La lógica laicista y secularista de la modernidad hace que sean no sólo dos categorías distintas (santidad y política), sino que se confrontan y pareciera que no admiten una a la otra. Incluso, en ambiente religiosos católicos, es difícil comprender qué relación pudieran tener, o si es posible la santificación en la vida pública. La misma modernidad entendió a la política (fruto de la lógica del Principe de Maquiavelo) como el arte de la lucha por el poder, de obtenerlo y mantenerlo. Eso implica aniquilar a mis adversarios, y siempre tener un espíritu de lucha permanente. Esto hace que algunos que quieren ver a la caridad como su manera de hacerse la vida, vean los ámbitos públicos como ajenos y adversos. Lo he visto en los grupos laicales de mi Iglesia local, donde no quieren participar en política porque “todos son corruptos”. Y si es el lugar natural de pecado, ¿para qué participar ahí?

La hipótesis que plantea el Papa en estos documentos (en perfecta sintonía con el magisterio precedente) es hay que voltear a la dimensión social que tiene la fe cristiana, y negarlo, tiene consecuencias negativas en la vida de los hombres. “El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada”. (EG n. 64).

¿Cómo compaginar entonces que se puede ser cristiano y que es no sólo válido, sino necesario participar en los ámbitos políticos? Me parece que el Papa en estos dos documentos marca un itinerario. Un punto de partida importante es el reconocimiento, primero, de la vocación laical. El mundo, no como un simple enemigo donde habita el mal, sino con una mirada positiva, como el espacio dado con toda la potencialidad para poder encontrar una vocación: “Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los ministros ordenados… En algunos casos… no se formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo… Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales…La formación de laicos y la evangelización de los grupos profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante” (EG 102).

Entonces, siguiendo una tradición teológica reforzada por Congar, de Lubac y muchos otros más en el siglo XX, la santidad no puede ser referida sólo al ámbito consagrado, sino que en el mundo secular de la empresa, de la cultura, de las actividades y agrupaciones sociales e incluso en el mismo de la política, se puede dar testimonio de la fe. En los primeros números de GE Francisco afirma que pensar en la santidad no refiere sólo “en los ya bea­ti­fi­ca­dos o ca­no­ni­za­dos. Dios qui­so en­trar en una di­ná­mi­ca po­pu­lar, en la di­ná­mi­ca de un pue­blo”. Y usa un término muy coloquial, pero a la vez sumamente profundo, habla de la san­ti­dad “de la puer­ta de al lado” y de la “cla­se me­dia de la san­ti­dad”. Es decir, el cristianismo es accesible a todos los aspectos de la vida de los hombres, y por ello, en el número 11 de GE nos anima a no “des­alen­tar­se cuan­do uno con­tem­pla mo­de­los de san­ti­dad que le pa­re­cen inal­can­za­bles”. ¡La santidad es posible, incluso en estos ámbitos!

Es decir, la vida cristiana no se limita sólo a los espacios de culto, sino que nos invita el Papa a que sean el alma de la vida social y quienes se sientan llamado a participar ahí, reconozcan que es importante colaborar con una mirada de fe. En el n. 187 de EG afirma que “nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional… Una auténtica fe siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo… Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita… La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Todos los cristianos, también los Pastores, Y para construir ese mundo mejor hay que atender principalmente a quienes más sufren: “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad”.

Si en la política, la economía, la cultura o la vida social se puede dar testimonio cristiano, el político, el economista, el hombre de cultura y quien trabaja en la actividad social deberán primero atender a quienes más sufren. Y esto que se realiza en muchas realidades del mundo católico, es reflejo de la vida de Jesucristo con los suyos: “A pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos países  la Iglesia católica es una institución creíble ante la opinión pública, en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más carenciados”. Ha servido de mediadora en la solución de conflictos, en la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo el mundo!” (EG n. 65).

Una de las denuncias más fuertes que hace Francisco es a evitar la idolatrización del dinero. En un mundo con más recursos económicos, es inconcebible el nivel de inequidad en el mundo, cuando hay cada vez pobres más pobres y ricos más ricos. “Hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Se considera al ser humano como un bien de consumo. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte». Con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive” (EG n. 53).

Me llama la atención que el Papa si bien refiere a lo que pueden hacer los gobiernos en sus ámbitos y facultades, hace ver que la actividad pública necesita a una sociedad más organizada que busque los bienes comunes, y por lo tanto también esto es política: “nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social… Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales” (EG nn. 200-202). “El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo” (EG n. 204). Esto último me parece que responde a una clara postura del pontífice con respecto a algunas políticas de gobiernos populistas.

Entonces, las dinámicas sociales tienen qué tener a la persona humana como punto de partida y de llegada. El hombre no es un medio, sino el fin de toda actividad pública. La persona sin reducciones ideológicas, entendiendo su condición de ser social. No comprenderlo así, es causa de los problemas actuales: “La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!” (EG nn. 54-55).

Ver a la persona en su totalidad implica abordar las complejas realidades que este mundo deshumanizado presenta. Me parece bellísimo cómo aborda los problemas de las grandes ciudades, que vale la pena reflexionar en nuestros centros urbanos en América Latina, y cómo se pueden plantear políticas públicas ante estos cada vez más difíciles espacios de convivencia social: “Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, (que) acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia” (EG n. 71).

Es entonces cuando en el número 205 de EG el Papa reafirma su aprecio por que haya cada vez más hombres y mujeres comprometidos con la actividad política y no la vean con temor, sino que la aborden como una oportunidad de realizar una vocación: “¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común… ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes financieros procuren que haya trabajo digno, educación y cuidado de la salud para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes?… a partir de una apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía entre la economía y el bien común social”.

Quiera señalar un vínculo entre ambos documentos, que es una constante referencia del Papa a lo largo de su fructífero pontificado: El Papa dice en el n. 231 de EG que “existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad”. 

Mientras la modernidad asumió posturas ideológicas idealistas, aquí Francisco (como lo hiciera Benedicto XVI en Deus caritas est) advierte la centralidad de la carnalidad y el profundo realismo de la fe. Antes que defender dialécticamente valores abstractos, la misión significa un compromiso y una mirada positiva sobre lo que acontece: “La­men­to que a ve­ces las ideo­lo­gías nos lle­ven a dos erro­res no­ci­vos. Por una par­te, el de los cris­tia­nos que se­pa­ran es­tas exi­gen­cias del Evan­ge­lio de su re­la­ción per­so­nal con el Se­ñor, de la unión in­te­rior con él, de la gra­cia” (GE n. 100).

Señalo 3 puntos en GE que pienso que el Papa advierte sobre estos reduccionismos, y me parece que también es parte del itinerario de los católicos en política. Antes que el discurso abstracto,  se requiere ver a las personas concretas que nos revelan el rostro de Dios. 

  1. En los números 38 y 39 señala sobre la tentación del gnosticismo, esto es, “pre­ten­der re­du­cir la en­se­ñan­za de Je­sús a una ló­gi­ca fría y dura que bus­ca do­mi­nar­lo todo”. Reducir a fe a un conocimiento humano nos llena a encerramos en un grupo de iluminados, donde la gente sencilla e instruida no cabe. En el n. 45 dice: “San Juan Pa­blo II les ad­ver­tía de la ten­ta­ción de desarro­llar «un cier­to sen­ti­mien­to de su­pe­rio­ri­dad res­pec­to a los de­más fie­les»”.
  2. El peligro del pelagianismo. Esta vieja herejía del S. IV a la que combatió san Agustín sigue muy presente. En el número 49 dice el Papa: “Cuan­do al­gu­nos de ellos se di­ri­gen a los dé­bi­les di­cién­do­les que todo se pue­de con la gra­cia de Dios, en el fon­do sue­len trans­mi­tir la idea de que todo se pue­de con la vo­lun­tad hu­ma­na; Dios te in­vi­ta a ha­cer lo que pue­das y a pe­dir lo que no pue­das: «Dame lo que me pides y pí­de­me lo que quie­ras» (San Agus­tín)”. Y en el número 52 dice: “La Igle­sia en­se­ñó reite­ra­das ve­ces que no so­mos jus­ti­fi­ca­dos por nues­tras obras o por nues­tros es­fuer­zos, sino por la gra­cia del Se­ñor que toma la ini­cia­ti­va”. Me parece que esta tentación está muy presente en la autosuficiencia del hombre moderno, se pudiera entender que por medio de la política el hombre puede lograrse la utopía de la felicidad. Y muchos casos pudiera referir de políticos cristianos que (incluso de buena fe) han creído que se construye el reino de Dios por nuestras fuerzas, como un asunto de voluntarismo que excluye la Gracia.
  3. Hace el Papa una sutil (y a mi parecer, fascinante) llamada de atención sobre cómo la mirada sobre la persona debe ser completa y en todo momento, no centrarnos solo en una lucha en los temas biopolíticos. Refiero el número 101: “La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte«. Me llamó la atención la falta de comprensión a este punto por algunos llamados líderes “pro vida”.

Dos puntos conclusivos que más me conmovieron en ambos documentos y que me dejó una reflexión, y, en el caso de GE, me pareció su lectura un pequeño tiempo de “ejercicios espirituales”. El Papa en este texto invita a “ob­se­sionar­se, des­gas­tar­se y can­sar­se in­ten­tan­do vi­vir las obras de mi­se­ri­cor­dia” (GE n.107). La misericordia en la actividad pública debe darnos  la pauta para una mayor profundización en su significado y en las posibilidades en que puede hacerse vida. 

Y por último, la identidad de los políticos católicos debe implicar apertura, escucha y aprecio por el Otro. Debemos superar la lógica de la confrontación y ser los hombres que valoren y promuevan el diálogo: “La evangelización también implica un camino de diálogo: el diálogo con los Estados, con la sociedad —que incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias— y con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los casos la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe y aporta su experiencia de dos mil años que conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres humanos (n. 238). Todo para proclamar « el evangelio de la paz » (Ef 6,15)” (EG n. 239)

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