En este punto de tu vida resulta claro que el camino se ha terminado, pero no puedes hacer nada para evitar seguir viviendo, quiero decir, seguir viviendo así. Todo lo que habías planeado ha devenido en algo diferente, algo que no te satisface; estás condenado a vivir en el país del tedio. Nadie te ve cuando lloras y aprietas los puños, enfurecido por la vida que te ha tocado en suerte: “Si pudiera comenzar a vivir de nuevo”, te dices una y otra vez, regocijándote en el dolor, hurgando en la herida, separándote de esa realidad que no te produce sino un asco profundo. Estás enfermo de frustración, y lo que es peor, nadie parece interesarte por lo que dices, si es que acaso compartes con los demás ese mundo de emociones viciosas que emponzoñan tu semana; todos parecen estar muy ocupados en su vida, en esa vida que a ti te parece perfecta comparada con la tuya, tan rota y tan miserable.
No diré más porque creo que te habrá quedado claro de lo que hablo, del tedio existencial que nos inunda a todos cuando comparamos lo que alguna vez fueron nuestros sueños con lo que ahora tenemos entre las manos; la distancia entre ese yo ideal y el yo histórico y concreto que somos es tan grande que sentimos una profunda vergüenza. Hemos cometido el peor pecado de todos, el más imperdonable: nos hemos fallado a nosotros mismos. Al menos eso es lo que creemos y aunque algo de razón haya en ello, la verdad es que la vida es demasiado compleja como para reducirla a un juicio sumarísimo como el que en muchas ocasiones hacemos de nosotros mismos. Tengo para mí que el hombre guarda para sí mismo los aguijones más agudos de su propia crueldad.
Se trata, pues, de un estado de postración que se nutre de los pensamientos que vamos creando, es decir, entre más pensamos en nosotros mismos y nuestra realidad, más vamos distorsionando la lectura que hacemos frente al espejo, más deformados e incurables parecemos, más espanto y sufrimiento nos genera ese yo actual del que no podemos desprendernos del todo. Se trata de un mecanismo sádico donde la víctima y el victimario son la misma persona. Es una enfermedad del espíritu, un cáncer que es preciso atender si es que queremos, como sé bien la mayoría de nosotros queremos, continuar en paz con nuestra vida, aportando lo mejor que tenemos para que la felicidad florezca a nuestro paso y sobre todo para que nuestros días se llenen de sentido.
Todo esto que voy describiendo son problemas de nuestro tiempo. Nuestros padres y nuestros abuelos difícilmente conocieron crisis existenciales tan hondas como las que nosotros sentimos hoy en día; esto se debe a múltiples motivos, pero el más evidente es que vivimos rodeados de estímulos en una realidad que al multiplicar sus ofertas también oferta nuestras angustias y delirios. Somos los hijos del miedo, somos los habitantes de una realidad que se empecina en separarnos de la conciencia plena de nosotros mismos y que de esta manera consigue someternos a un mecanismo asfixiante de elecciones continuas; no creo que puede haber libertad ahí donde no existe señorío de si mismo, es decir, autoridad plena sobre nuestras decisiones.
Todo esto ocasiona, y lo digo pensando en muchos miembros de mi generación, una profunda decepción que tiene consecuencias funestas en la experiencia cotidiana del mundo. A mi juicio esto es trágico porque entraña un desperdicio enorme de talentos. La persona que vive agobiada por la imposibilidad de haber conseguido lo que supone ha deseado alguna vez, es siempre alguien que se retrae y se aparta escapando hacia sus estadios interiores, lo que ocasiona una ruptura radical con el mundo que la rodea. No es por casualidad que los índices de trastornos mentales hoy por hoy se encuentren como las principales causas de sufrimiento humano y, como he dicho antes, con las naturales consecuencias económicas del caso. Esta decepción ocasiona una mirada de túnel que hace que la persona concentre toda su intención en aquello que le falta, en las carencias impuestas por sus deseos, en lugar de abrir la visión para contemplar la riqueza de posibilidades que la rodean. Se trata de un ensimismamiento torpe que en los casos más drásticos empuja a las almas desesperadas al abismo; esto es un asunto que no debe tomarse a la ligera; tratándose del suicidio existen indicadores que muestran su incremento, lo que debe hacernos conscientes de la cercanía del problema. Creo que es nuestro deber cuidarnos a nosotros mismos y a quienes nos rodean, evitando frivolizar un asunto que es claramente serio.
El miedo que se nos inocula posee una consecuencia funesta: el aislamiento. Los que temen se cierran sobre sí mismos como un natural reflejo de protección; han comprobado que el mundo que los rodea es malévolo y que les resulta aplastante. Esto es terrible porque es precisamente en la soledad donde se suelen fraguar los pensamientos más perniciosos; tironeado por los extremismos maniqueistas, el solitario se debate entre el siempre y el jamás, entre la redención y la muerte definitiva. Su alma se encuentra en un estado de tensión máxima, exaltada por los demonios que la mente va creando con una velocidad de vértigo y sin que exista conciencia de las arenas en que el pobre desdichado ha caído. La intervención psicológica en estos casos es altamente efectiva, pero es imposible acceder a ella cuando, como he dicho, la persona desconoce la naturaleza de su aislamiento y su decepción, de su miedo y su tedio, de su agotamiento existencial. Creo que es tiempo que lo diga ya para que quede claro de qué trata este brevísimo libro: la persona se hunde en una ausencia radical de sentido. Cansada de nadar en el borrascoso mar de la absurdidad, no tiene más remedio que rendirse, fatigada y sometida, ante los designios de un poder que la sobrepasa por mucho y que no puede comprender del todo, lo que la vuelve aun más vulnerable.
Luchar por nuestra vida es luchar para que esta tenga sentido, para que nuestras acciones sean trascendentes y para que nuestros días sumen valor a nuestra común experiencia del mundo. No tengo tarea más urgente y significativa que esta.
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