
En un video que se popularizó recientemente en las redes sociales, el escritor colombiano Mario Mendoza diserta coloquialmente sobre algunos asuntos existenciales; en un momento determinado habla sobre cómo los seres humanos nos constituimos en personajes que nacen y mueren, aunque no queramos sepultarnos. Aquello lo decía con absoluta simplicidad, lo que lo volvía a mis ojos doblemente luminoso. Detrás de esto parece existir una idea moral muy elevada: la vida de un hombre es una sucesión de muchas vidas, de tal manera que aferrarse a un cadáver maloliente resulta ser la forma más estúpida de cerrarnos a nosotros mismos el paso hacia un futuro mejor. “Déjate morir”, insistía el escritor. Claro que habla metafóricamente, refiriéndose a esos ropajes que insistimos en ponernos cuando ya no los necesitamos; ¿por qué nos resulta tan difícil algo que debería ser tan cotidiano como la metamorfosis? Y bueno, creo que tiene que ver con el miedo natural a lo desconocido; con tal de evitar la angustia de subirnos a un escenario distinto somos capaces de andar por la vida convertidos en cadáveres que todavía respiran. Es trágico, sin duda, porque el peso de la repetición nos vuelve enanos, nos ata por los tobillos como si nos hubieran colocado dos grillos incandescentes para que no caminemos hacia ninguna parte, para que permanezcamos dominados por el espejismo infame de la inmovilidad, que es una condena, es verdad, pero también es certidumbre.
Quien ha caído en la trampa del miedo se encuentra en un estado de vida asistida. ¿Qué lo asiste? Pequeñas cosas, recompensas fútiles que van apareciendo por el camino y que permiten que la persona acceda a dosis precisas y controladas de oxígeno que le permiten continuar el camino, aunque en realidad no se dirija hacia ninguna parte. Resulta claro que se puede vivir a pan y agua, pero estaremos de acuerdo todos que esto no puede considerarse una vida plena. Estos auxilios que aparecen de vez en cuando son altamente perniciosos porque generan la ilusión de que nuevamente hemos recuperado la punta de la hebra que se nos ha perdido, pero no es verdad; lo que en realidad hacen es prolongar ese estado de aturdimiento en el que hemos caído y del que no podremos salir si no transitamos con lucidez por las horas más oscuras que puede enfrentar ser humano alguno. De todo lo anterior se deriva que ahí fuera hay millones de personas que existen cotidianamente experimentando esta condición atroz de no saberse seres para la multiplicidad y el cambio; su condena es la cadena perpetua de una rutina insalubre que los acompañará hasta el último de sus días si no es que deciden, movidos por la voluntad y la conciencia, trabajar ferozmente por su liberación.
Lamentablemente lo que ocurre es casi siempre lo contrario a la búsqueda de la libertad: el esclavo termina por besar las cadenas que lo mantienen atado a un árbol muerto. En ellos parece existir un convencimiento racional personalísimo de que es en vano seguir, que todo esfuerzo por superar las ataduras del terror ansioso es inútil. No puedo decir estas cosas sin pensar en los niños que, habiéndose subido a un trampolín para lanzarse al agua, permanecen vacilantes, atrapados por el vértigo de la altura, sin atreverse a dar ese salto que resultaría liberador. Tratando de justificar esta estupidez la razón es extraordinariamente efectiva, por lo que se ocupa en justificar la cobardía con más arte y empeño que el que pueda expresar cualquier filósofo o artista. El peor enemigo del paralítico es él mismo, que siente más miedo por la incertidumbre que por la repetición enfermiza en la que se encuentra atrapado; es una paradoja, pero no por serlo es menos común o dolorosa.
Ese cadáver que algunos somos se mueve con nosotros, se vuelve nosotros, habita nuestra carne. Es tan buen imitador de lo humano que, como he dicho antes, se permite el lujo de tener arrebatos voluntariosos que disimulan por momentos el hedor de su podredumbre. Es común que los hijos del miedo tengan exabruptos que los hacen acelerar el pensamiento y la acción dirigida a la consecución de metas que habrán de abandonarse prontamente, lo que les dejará en las manos la “confirmación” de que todo esfuerzo humano es en vano. Pasan de la indiferencia al entusiasmo con una facilidad pasmosa, lo que ha de resultar siempre sospechoso; quieren creer que detrás de esos desplantes repentinos se encuentra una luz novedosa que demuestra que lo peor ha pasado, que los días más negros han quedado atrás y es hora de celebrar nuevamente la vida; pero como he dicho, poco han de durar esos brotes de la voluntad cuando el suelo que los sustenta es un poco de polvo superficial sobre la roca dura. Deciden ignorar que los grandes proyectos humanos precisan de consistencia y disciplina, porque si se abrieran conscientemente a esta verdad les quedaría claro que detrás de su apatía patológica se esconde una responsabilidad ineludible, la de cuidarnos amorosamente a nosotros mismos. La crueldad con que el solitario se tortura frente al espejo alcanza cotas de una crueldad que difícilmente dirigiría hacia alguien más.
Al escribir estas cosas me resulta imposible conmoverme. Si lo pensamos bien, estamos atestiguando una imagen crudelísima, la de un hombre que decide ahogarse en unas aguas tan poco profundas que acaso le alcancen la cintura, pero el sufrimiento y la agonía, no lo olvidemos, son reales. Se trata de una muerte sin fin, una desesperación que se prolonga día tras día con cada amanecer y la certeza que le viene aparejada: esas horas que se abren para la vida estarán llenas de dolor siempre, sin puertas de salida, sin manos que colaboren para que el pánico claustrofóbico sea finalmente curado y la persona sea capaz de volver a sentir con todo el cuerpo, a plenitud, gastando alegremente con cada respiración el presupuesto vital que a todos nos ha tocado en suerte. Ese término tan manido y tan vacío, “felicidad”, debería cambiarse por el de tranquilidad, que es el estado más luminoso de la existencia: aceptación y tersura de la vida que se sabe sin horrores ni espantos para una muerte, bendito Dios, definitiva.