La serpiente de la ansiedad

ansiedad-y-estresEn el verano de 2015 me visitó el demonio. Y no estoy exagerando al utilizar esta expresión; experimenté una crisis de ansiedad generalizada que terminaría siendo un parteaguas en mi existencia. Nunca había imaginado hasta ese punto de mi vida que la mente pudiera ser capaz de ocasionar tanto daño al cuerpo y a sí misma. El primer síntoma fue la aparición de un zumbido insistente que no me dejaba concentrarme, una especie de chicharra intermitente que me hizo pensar, como era natural, que me encontraba enfrentando algún problema físico en el oído. Pensé que tenía alguna lesión, lo que me preocupó bastante; en ese momento no lo sabía, pero la ansiedad se alimenta de sí misma: los síntomas que aparecen generan, como resulta obvio, una mayor preocupación que a su vez incrementará la intensidad de los síntomas y provocará la aparición de otros nuevos mensajeros del miedo. Había caído en una trampa de arena en la que más me hundía cuantos mayores eran mis esfuerzos por salir de ella. Si en ese momento hubiera tenido el conocimiento suficiente, me hubiera resultado fácil el poder atajar la andanada del pavor. Es terrible saber que uno está siendo atacado por fuerzas invisibles, un poderoso enemigo sin rostro que parece entretenerse jugando con nuestra desesperación.

A los zumbidos le siguieron los mareos. El horror puro: la sensación de que la realidad se derretía frente a mí y el suelo sobre el que caminaba se volvía la cubierta de un barco bamboleante sobre un mar espeso; esto fue muy fuerte porque resultaba incapacitante, interfería en mi rutina cotidiana y, sobre todo, me ocasionaba una profunda confusión mental; era como si mi inteligencia hubiera perdido su fuerza y ahora me encontrara atarantado e idiota frente a una realidad que comenzaba a derrumbarse frente a mí. Algo más sucedió: comencé a perder la memoria a corto plazo; cosas como los nombres de libros o de mis alumnos se habían desvanecido de un momento a otro, dejándome en una situación de absoluta vulnerabilidad, lo que, de nuevo, generaba más ansiedad, apilando todo ese pavor sobre mis espaldas, intentando doblegarme para detenerme. Una de las cosas que más claras tengo hoy en día es que la ansiedad es un alarido desesperado de la existencia que se siente amenazada por estímulos -reales o imaginarios- y que necesita un recogimiento urgente que le permita, si se me permite un término coloquial, enfriar la cabeza que se encuentra en un estado de incandescencia atroz debido a la aceleración exponencial de los pensamientos.

Entonces sucedió que el sueño me abandonó. La noche dejó de ser lo que hasta ese momento era y se convirtió en la antesala del infierno: conciencia de que soy y estoy sufriendo, certidumbre de que el tiempo pasa lento. Zumbidos y mareos, opresión máxima en el estómago y el pecho, dolor de cuello, hombros y espalda. Todo un catálogo del malestar. Me encontraba, ahora lo sé, en el punto más elevado de la crisis y la vida se me había vuelto realmente invivible; yo, que soy y he sido siempre un hombre enamorado de la vida, comprendí que algunas personas decidieran suicidarse. Me quedó claro que existen ciertas dolencias que son intolerables y ante las cuales el espíritu termina por quebrarse. Yo no sabía en ese momento si me recuperaría, si podría recobrar, así fuera parcialmente, ese conjunto de capacidades que llamamos simplemente normalidad. La idea de permanecer en ese estado de fatigosa desolación me parecía imposible, lo que me colocaba al borde del abismo; aquello no me parecía lógico o sensato, es decir, entendía que aquella horrible experiencia era sobre todo la muerte de todo sentido. La ansiedad, pues, no es otra cosa que el triunfo del absurdo.

Ahora entiendo algo. La ansiedad es una enfermedad mental que expresa sobre todo una cosa: una profunda soledad. Los ansiosos han decidido cargar sobre su espalda, como Atlas, el peso imposible de un mundo. Por un mecanismo que ciertamente desconozco, algunas personas deciden asumir una responsabilidad que no solo los supera, sino que sobrepasa las capacidades de todos los hombres. ¿De qué se nutren estos apetitos bestiales? Creo que devienen de un deseo de reconocimiento, de la necesidad de ser amados y aceptados por lo que hacemos. Esto es normal, hasta cierto punto; el problema comienza cuando dichas pretensiones se vuelven desmesuradas y claramente perniciosas. Cuando el hombre aspira a alcanzar cotas sobrehumanas comienza a trabajar por su destrucción, granjeándose grandes cantidades de dolor y abonando los campos de la locura. La ansiedad es la última línea de defensa antes de que “el sistema” entero colapse y la unidad de la persona devenga en un montículo de piezas humeantes e irreconocibles sobre el suelo. La autoexigencia exagerada, patrocinada casi siempre por un sistema social y económico que se centra en las ganancias y la producción, desatendiendo la naturaleza humana, es un callejón sin salida. Educar a los más jóvenes en torno a estas realidades es un altísimo deber de todos nosotros, los que hemos pasado por semejante angustia; es preciso volver visible los problemas de la salud mental, lo que por un mal entendido pudor suelen permanecer siempre por debajo de la línea del radar en la esfera pública.

Yo soy, pues, uno de esos hijos del miedo. Me parió con dolor mi mente sacudida por la furia de una imaginación enfermiza y absurda. He superado, gracias a Dios, la crisis y he salido fortalecido emocional e intelectualmente; quiero decir que he aprendido a conocer el mundo de las emociones que me habitan y también he estudiado con cierta extensión lo que las ciencias de la salud establecen en torno a la ansiedad. La enfermedad me hizo consciente de mí mismo, de mis limitaciones y la fragilidad que también soy; creo que saber esto es profundamente liberador, y no porque ahora quiera desembarazarme de toda responsabilidad, sino porque he podido comprender que las fuerzas que me animan no son ilimitadas, que más allá de mi voluntad hay circunstancias que me rodean que complican o suavizan mi paso por el mundo; es decir, ahora entiendo como nunca antes que no puedo sentirme culpable por aquellas cosas que salen del control de mis manos. Trabajo, me esfuerzo, hago lo que puedo y espero siempre el mejor resultado; sin embargo, esto no será muchas veces suficiente y tengo que aceptarlo, sin sufrimientos ni dramas, para que finalmente la mente y el corazón firmen una paz dulce y definitiva. En eso estamos.


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