La «marketinización» de la vida cotidiana (y del yo).

Me refiero a lo que he dado en llamar la marketinización de la vida cotidiana, esto es, a convertir en un producto comercial y comprable algo íntimo (incluso cuasi-metafísico) y ordinario de la vida de cualquier hombre o mujer de a pie asociado a la compra de un producto ya por todos conocidos como puede ser una refrescante bebida gaseosa. Esto sucedió concretamente cuando los dueños de esta marca inventaron el siguiente eslogan: “Coca-Cola: destapa felicidad”. Es más, según me contaron (he investigado un poco al respecto, pero no lo he podido confirmar) los vendedores de esta bebida compraron los derechos sobre la palabra “felicidad” de modo que sólo ellos tenían derecho a usarla. ¿Qué fue lo que sucedió a partir de este hecho, según creo yo, por primera vez en la historia del marketing mundial? Se convirtió a la felicidad en un producto. ¿Y qué es un producto? Es una cosa material producida por un artífice o máquina con fines comerciales. Dicho de otro modo se sometió al concepto de “felicidad” a un proceso de desemantización y de cosificación hasta llegar a generar la ilusión en el público de que cuando compraba la botella de la gaseosa estaba comprando efectivamente felicidad. Por primera vez en la historia de la humanidad la felicidad se convirtió en algo adquirible con dinero, o al menos esa fue la ilusión que generaron en los consumidores. Se trató, pues, de engaño sin antecedentes, creo yo, en la historia del marketing. No me voy a detener mucho más aquí en las consecuencias nocivas de convertir la felicidad en un producto. Paso al siguiente punto, que es más complejo aún.

Con las redes sociales como Instagram y Facebook, sucede algo muy parecido pero, desde mi punto de vista, más intrincado aún, y de consecuencias humanas y psicológicas impensadas y más bien pesimistas. Las redes ya mencionadas convierten en producto, más precisamente en una imagen, a la persona que se crea un perfil. Ese es el modelo de negocio adoptado por estas compañías. Y las personas creen, en el 90 % de los casos, que la imagen del perfil de “Juan Perez” o de “María”, es “Juan Pérez” y es “María”. Las redes terminan confundiendo al usuario entre lo que es real y lo que es ficticio.

MagrittePipe

Es como si mi hijo colgara un poster de Luke Skywalker, el jedi knight más famoso de La Guerra de las Galaxias en su cuarto y luego me llamara y me dijera: “Papi, vení a mi cuarto que está Luke Skywalker”. Pues ese enunciado contiene una confusión respecto de lo imaginario y lo real. En su cuarto está la imagen de Luke, pero no está Luke. Pues, aunque parezca obvio afirmarlo, la imagen de alguien no es ese alguien de carne y hueso. Y esto vale para todas las cosas. Famoso es el cuadro de Magritte “C’est n’est pas un pipe” que lleva pintado en el lienzo precisamente una pipa. La ironía de Magritte hecha cuadro quiere decir: esto es una imagen de una pipa, no una pipa.

Ahora bien, convertir en productos cosas materiales ordinarias, para hacer más atractiva la venta de algo, puede no acarrear mayores problemas. Cuando un chocolate asocia su calidad y/o sabor a la apacible vida de la montaña suiza no estamos ante algo noscivo. Lo mismo si una marca de automóviles es asociada a una bella ciudad norteamericana. Genera una ilusión que tiene un alcance algo engañoso, evidentemente. Pero estamos a un nivel de “engaño” tolerable.

Lo que no parece éticamente correcto es el marketinizar ideas profundamente significativas y símbolos cargados de un valor ético y cultural fuerte reduciéndolos a productos frívolos y, en apariencia, tangibles, como lo ha hecho Coca-cola en el primer caso comentado. También nos inquieta que una red social promueva la marketinización del cuerpo y del propio yo como puede ser el caso de Instagram o Facebook. Esto puede conllevar consecuencias graves para la madurez de un adolescente expuesto de modo acrítico (en el 95 % de los casos) a un público que sólo tiene ojos que cosifican, y confunden imágenes con seres humanos de verdad.

Reducir a productos de venta cuerpos, rostros, ideas y símbolos (elementos de un alcance trascendente y de un valor ético superior) es cuanto menos una trampa y una falsificación que genera en los consumidores una ilusión que nunca se cumple y que por tanto acaba en un fuerte sentimiento de frustración. Y la situación es grave, pues se suben 1000 selfies por segundo a Instagram.

Respecto de la marketinización del propio cuerpo viene a mi mente el caso del trágicamente famoso modelo canadiense Rick Genest, mejor conocido como “Zombie Boy”, que llegó a ser uno de los hombres más tatuados del mundo. No había dejado rincón de su cuerpo sin decorar, incluyendo la cara, el rostro (algo a lo que muy pocos se han atrevido, en mi experiencia). El muchacho a los 32 años decidió quitarse la vida. En mi interpretación, el joven decidió experimentar consigo mismo haciendo de su cuerpo (que es a la vez su sí mismo, su yo, el locus donde uno puede encontrar manifestaciones de la interioridad del otro) en un producto de venta. Y esto se tornó insoportable para él, pues, a mi juicio, el hombre (cuerpo y mente) no ha sido hecho para convertirse en imagen absoluta de sí mismo, y por ende, en un producto artificial vendible, como si fuera un automóvil o una golosina.

Simplemente, nuestro deseo más profundo, que nos constituye como personas, no se agota en la materialidad del tener, y mucho menos, en el reducirnos a nosotros mismos a una imagen comercial o a un producto material. Pues somos mucho más que la imagen que proyectamos a través de nuestro cuerpo con el poder de las supercámaras fotográficas de los nuevos teléfonos inteligentes, y mucho más que lo que esas imágenes simbolizan en las redes sociales más populares.

En conclusión: las redes sociales, que a diferencia de la publicidad de las grandes marcas, podemos controlar un poco más, deben aprender a usarse de manera prudente. En particular, debemos advertir a los jóvenes sobre el peligro de marketinizarnos. La imagen pública que estamos llamados a hacer de nosotros mismos debe ser fidedigna, honesta, para nada frívola y, sobre todas las cosas una dimensión más de nuestra persona, que además no agota lo que somos. La imagen que creamos de nosotros mismos puede exponer un poco aquello de lo que somos, provocar la atención de otros, pero no se puede confundir, insisto, con lo que somos en realidad. Nuestro yo íntimo sólo puede ser encontrado por mi amigo o mi público de Instagram en un diálogo o encuentro cara-a-cara.

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