Vivir duele

Vivir duele. Esto es algo de lo que hoy en día se prefiere no hablar; se escribe mucho sobre el placer, sobre la victoria, sobre el éxito, pero nada o casi nada sobre algo que es tan común como el apetito, el cansancio o el deseo: el dolor. Vivir entraña, además, enfrentar una noción maravillosa y terrible: todos moriremos. Nuestra mortalidad delimita claramente nuestros días en la tierra, lo que hace posible que esos días adquieran un carácter trascendente; por otro lado, saber que un día no estaremos aquí ha sido fuente de no poca angustia. Hay algo peor, en nuestra vida tenemos que ver cómo las personas que más queremos van entrando en un proceso de decadencia irreversible que concluye siempre en lágrimas de despedida. La existencia humana tiene una herida abierta en el costado: somos hijos del tiempo. Como bien dice el poeta texcocano Nezahualcóyotl: “Como pinturas nos iremos borrando”. Cuando éramos inocentes no pertenecíamos a ese tiempo, pero al volvernos conscientes despertamos, abrimos los ojos y comprendemos que no somos ángeles sino criaturas hechas desde el barro, al que habremos de volver; polvo eres y en polvo te convertirás: pulvis es et in pulverum reverteris.

Sin embargo, no quiero decir con esto que debemos pasar la vida inmovilizados por el terror de nuestra mortalidad. ¡Todo lo contrario! De lo que hablo es de asumir ese “Olvidado asombro de estar vivos”, como dijera el poeta mexicano Octavio Paz. Si al final de nuestros días nos espera el misterio indescifrable de la muerte, que este momento que habito hoy, el presente, se vuelva pura intensidad, efervescencia de la conciencia material y espiritual, voluntad, entusiasmo, inteligencia y emoción.

No podemos detenernos, vamos en el tiempo. Debemos aceptar lo que trae la vida, sea esto un mero accidente (una tragedia, por ejemplo) o la consecuencia directa de nuestras propias acciones. A todos se nos ha de plantear alguna vez la imposibilidad de cambiar un escenario terrible en el que debemos enfrentar el dolor sin poder hacer nada por evitarlo; lejos de proponerte apretar los dientes y resistir estoicamente el martirio, quiero recordarte algo tan lógico como poco recordado por el que sufre: las lágrimas de hoy han de ser las risas del mañana (y viceversa). El mundo es lo que es y nosotros en él no podemos evitar algunas amarguras. Como el clima cambia con los días, los dolores también se disipan y abren camino a nuevos soles, a nuevas esperanzas.

No existe mayor torpeza que querer una vida indolora. Es absurdo e implica un error trágico: ignorar que solo a través del sufrimiento podemos conocer los alcances de nuestra capacidad de resistencia. Sin este conocimiento no podemos comprender el poder que crece, como un manantial invisible, en el centro de nuestra propia existencia; los que viven en una burbuja son flores de invernadero, algo que separado del mundo persiste en la irrealidad. Los seres humanos no hemos sido hechos para la huida infinita, sino para hacernos lenta y dolorosamente en la confrontación de nuestras más terribles dificultades. Un hombre muere y resucita muchas veces a lo largo de una vida. He aquí el secreto del que algunos jamás se enteran: siempre hay una siguiente oportunidad.

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