Estaba yo en el Zócalo cuando oí aquella voz de soprano, muy aguda, muy suave. No cantaba en español, sino en alguna lengua desconocida, indígena, según me pareció.
Quedé hechizado. De inmediato descubrí a la dueña de la voz a poca distancia de mí. La cantante permanecía con los ojos cerrados y en su rostro se dibujaba una dulce sonrisa mientras cantaba.
Al terminar su canción, me acerqué a ella y le dije que me había conmovido. Me dio las gracias y me explicó que había cantado un «huayno» peruano en quechua, pues ella era de Perú.
«Si vas a Lima, búscame en la Plaza de Armas, a diario canto yo allá», me dijo.
Y sin decirme más ni darme ninguna otra explicación, se marchó. Eso fue hace seis meses.
Mañana salgo para Lima.
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