En una conferencia que escuché la semana pasada en la ciudad de Santa Fe, Argentina, el Dr. Jorge Medina, colega y amigo de la Universidad de Puebla (México), reflexionaba sobre la filiación en dos filósofos judíos del siglo XX: Rosenzweig y Buber.
En ella nos enseñaba que en lo que tiene que ver con nuestra corporalidad, entre los pliegues de la carne, destaca el ombligo dado que él es la huella de una procedencia, de un “provenir de…”: la persona no se da el ser a sí misma. Estamos “puestos” en la existencia “a nuestro pesar”. A esto se lo puede llamar nuestra “umbilicalidad”, apelando a un neologismo. O para decirlo con un término más corriente y sencillo: ser hijo, en un sentido que excede lo puramente biológico. Ser hijo, precisamente, es existir en relación a otro, que nos condiciona y nos destina. En este sentido, todos somos hijos. O como enseñaba el Dr. Medina, somos seres umbilicales.
Ser hijo, entender mi vida en una relación filial con un padre y una madre, marca todo proyecto que queramos llevar adelante en nuestra vida adulta, ya que nuestra biografía no empieza de cero, no comienza cuando tomamos conciencia de nuestra yoidad. Para decirlo filosóficamente, «cuando nos damos cuenta que somos, ya estábamos siendo». Nuestra biografía hunde sus raíces en el más acá de nuestros ancestros, y de nuestros papá y mamá, que con la historia, cultura, lenguaje, espiritualidad y obrar que nos legan, nos destinan. Esta destinación que nos otorga la filiación no es una mera imposición externa o un obstáculo para nuestra libertad. Muy por el contrario, es lo que le da sentido a nuestra vida. Un sentido existencial: nuestros padres hacen que nuestra vida valga la pena; y también un sentido ético: nuestros progenitores nos enseñan a querer hacer el bien a los demás como ellos nos lo hacen a nosotros.
Un signo de esta destinación es también el otorgarnos un nombre, algo que como estamos tratando de explicar, es mucho más que ponernos un “sustantivo propio”. Dar un nombre, en las tradiciones antiguas, especialmente las semíticas, era un acto filiatorio y de vocación. En hebreo el nombre de la persona se dice, por ejemplo, Yeshua ben Sirah, por evocar un autor bíblico. Esther bat Miriam, para el caso de la mujer. El pre-fijo “ben”, para el varón, y “bat”, para la mujer, significaba “hijo de”. Así el otro «se» llama en relación a sus progenitores: Yeshua hijo de Sirah, Esther hija de Miriam. Esto se extiende a nuestras culturas europeas. Por ejemplo, todavía en el español contemporáneo existen apellidos como Martinez, que significa hijo de Martín, Benitez, hijo de Benito, González, hijo de Gonzalo, etc. En el inglés también sucede con los apellidos de origen escocés, MacCallister, hijo de Callister, y en irlandés, O’Callaghan, hijo de Callaghan, por poner sólo un par de ejemplos. Este modo de “llamar” al hijo va mucho más allá del mero “denominar”. El de-nominar es «categorizar», esto es, poner una etiqueta a las cosas para diferenciarlas. Es lo que hace el científico con las piedras, con los ríos, con las plantas, con las aves, etc. Todo tiene un nombre. Pero, desde una perspectiva humana, el nombre propio es mucho más. Es, como ya lo anticipamos, un llamado a existir desde un linaje o tradición, y al mismo tiempo una destinación. Cuando nuestro nombre evoca nuestro proceder de fulano o mengana, nuestro nombre nos inscribe dentro de un destino, que con mi acción puedo llevar a cabo o puedo rechazar, pero del que no me puedo sustraer, ni siquiera cambiando de nombre. Pues, aunque cambie mi nombre, ahí está en mi vientre el ombligo, como sello de que no soy el primero absoluto, que provengo de una historia que se me ha legado, y que puedo enriquecer, conservar y transmitir. El ombligo me dice que mi vida tiene sentido, un sentido que no me doy yo a mí mismo, y que justamente por esto, me orienta y sostiene.
Ahora bien, ¿qué queremos decir con que nuestro nombre es un “llamado”? Que nuestro nombre es una invocación, no, como ya lo hicimos notar, una clasificación. Pues se clasifican cosas no personas. En este sentido, siempre llamó mi atención que en la mayoría de las lenguas occidentales contemporáneas, para preguntar el nombre a alguien, por ejemplo en castellano, digamos: ¿Cómo te llamas? Cuando en rigor de verdad nosotros no nos llamamos a nosotros mismos, nosotros no nos dimos nuestro nombre. Se nos ha llamado de una determinada manera. Así, pues, sería más atinado, por eso, decir, ¿cómo te han llamado [tus padres]? ¿cómo eres llamado [por los demás]? En este sentido es que decimos que dar un nombre es invocar, llamar, hacer comparecer. Cuando el otro “me llama” por mi nombre exige de mí una respuesta. Con la donación de un nombre, el padre y la madre me hacen persona, es decir, alguien capaz de responder libremente por aquello que soy y que hago.
En conclusión, mirarse el ombligo puede significar estar centrado egoístamente en uno mismo, pero también, como intentamos explicarlo en nuestro artículo, mirarse el ombligo, es en el sentido que le queremos dar, tomar conciencia de que ese pliegue de nuestra carne nos indica que hemos sido hechos por otro(s), y de que nuestra libertad es, originalmente, responsabilidad.