Había quedado con Agustín en Coyoacán. Comimos, bromeamos, pero pasado un rato me dijo muy serio:
—Tú reflexionas sobre la historia que ves a partir de estas construcciones, yo reflexiono sobre las personas, las miles de personas que pasan por aquí para no volver, para algún día extinguirse en la nada. Aquí estamos tú y yo ¿Qué más da? ¿Qué importa? Nuestra vida pasará, para anularse al final y ser olvidada…
—¿No te ahogas a veces con esos pensamientos tuyos? —le pregunté.
—Por supuesto que si, por eso sólo hablo con mis amigos de cosas banales.
—¡Y así seguir con tu maldita máscara! ¡Y ocultarte a todos para después estallar en llanto a solas! ¿Has de ser siempre así? ¿Puede ser posible que la vida sea así? ¿Una risa absurda y una desesperación total en el fondo? —dije yo casi gritando.
Nos refugiamos en el primer techito que hallamos, pues la lluvia caía furiosamente, tras una pausa, habló mi amigo:
—Cada vez me encuentro más solo. Las personas que más quiero desaparecen de mi vida, la chica que amo, los compañeros de mi infancia… Descubro que nadie es amigo verdadero, todos son compañeros de viaje, que tarde o temprano se bajan del tren, hasta que finalmente solo quedo yo en el vagón…
—¡Yo sigo aquí y seré siempre tu amigo! ¡Nunca te abandonaré! —le dije.
—¿Y si fuera yo quien te dejara?
Aquel día fue la última vez que lo vi, poco después desapareció, misteriosamente, de mi vida para siempre.