La trascendencia

La plenitud personal pasa por el abandono de nosotros mismos y la entrega a una “misión” que nos provea sentido. Trascender es abrir la ventana para que se oreen nuestras habitaciones interiores. Sin la voluntad de superarnos a nosotros mismos, nuestra vida se condena a transcurrir entre la parálisis y la actividad vacía.

Trascendencia es una palabra que hace que algunos arqueen las cejas. Esto sucede porque la asocian con la trascendencia escatológica, es decir, la idea de que no desaparecemos con la muerte sino que seguimos siendo conscientes en un plano que nos resulta del todo inaccesible desde “este lado”; claro está, esto es un asunto que supera por mucho mis capacidades intelectuales y los objetivos de esta reflexión. ¿Qué es, entonces, trascender?

La trascendencia de la que hablo implica sobre todo una cosa: dedicarnos a una tarea cuyos intereses no nos conciernan de un modo directo. Pongo un ejemplo, quien se dedica a la filantropía lo hace porque siente un deseo enorme de hacer algo que ayude a reducir el sufrimiento de otras personas. Esto es trascendernos.

Martin Seligman, psicólogo positivo, establece con claridad la importancia del altruismo en la experiencia de plenitud que conocemos como felicidad. Esto ha sido expuesto durante muchos siglos por distintas tradiciones religiosas que han hablado de la solidaridad, la generosidad y el reconocimiento de una comunidad humana hermanada por un destino común.

En estos tiempos en los que vivimos se ha impuesto un modelo individualista extremo que literalmente desgaja a los hombres de todo vínculo con los demás, todo bajo el pretexto de la competencia. Si seguimos la lógica hasta aquí expuesta, podemos deducir que la nuestra es una sociedad intrascendente, lo cual es trágico.

Trascendernos es llevar lo que somos más allá de nosotros mismos, entrando en diálogo cerrado y creativo con la sociedad en la que nos encontramos insertos. Damos y recibimos, pero tengo para mí que recibimos mucho más de lo que damos; esta es una hermosa paradoja que no resiste un análisis racional, aunque eso tampoco importa. Nuestra existencia precisa, para ser ocupada a plenitud, la participación del mundo, pero no solo como escenario material sino como eso que yo denomino “tensión de la presencia” y que consiste en la irrupción del otro en nuestras vidas. Ahí nace la historia misma, la pugna y el acuerdo: los dos extremos que han tironeado la humanidad desde el momento prodigioso en el que fuimos convocados por el fuego.

La inercia del individualismo absurdo es de tal magnitud que no podemos intentar trascendernos sin encontrar resistencias, principalmente interiores; tendemos a pensar que estamos perdiendo del tiempo, que no deberíamos gastar energías en algo que no nos garantiza algún beneficio material, que nos estamos dispersando demasiado y que lo pasaremos mal. Son las trampas de la mente fosilizada, del prejuicio heredado; es necesario demolerlo, volverlo polvo con el martillo implacable de la crítica.

Trascendernos es amplificarnos multiplicando la potencia de nuestro ser. La salud mental pasa por la reunión con los demás, con la donación de nosotros y con la madurez de alma suficiente para acoger a ese otro que se nos entrega. ¿Qué cosa es un hombre en una isla desierta?    

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