La prosperidad económica no es el resultado del azar sino de un sistema bien establecido de trabajo, estudio y paciencia. Todo esto precisa de un marco social que lo haga posible, claro está, y me refiero a las libertades propias de un sistema democrático y de libre mercado. No olvidemos nunca que lo personal y lo comunitario mantienen un tenso diálogo de rupturas y correspondencias que van formalizando determinados saberes y prácticas comunes. En cualquier caso, resulta claro que lo que debe de primar es la persona: el Estado tiene la elevada y principal función de construir un sistema de igualdad en oportunidades para que cada ciudadano, con independencia de sus particularidades, pueda aspirar a construir su vida como mejor le plazca.
En nuestra cultura hispánica el progreso económico siempre ha sido sujeto de sospechas. Esto se deriva de la versión tomista del cristianismo, es decir, del ideal de la pobreza como señal inequívoca de limpieza espiritual; esto es profundamente nocivo porque condena no solamente a las personas sino también a las sociedades a un estado de dependencia absoluto; no es casualidad que sea precisamente en estos contextos donde la cultura democrática sea más pobre y, en consecuencia, las figuras autoritarias irrumpan con mayor fuerza y frecuencia. Quien se ocupa de prosperar dependerá menos de las fuerzas del Estado; por el contrario, al ser más independiente será más crítico del poder público: el tirano ama a los pobres porque el poder que detenta se nutre de la fragilidad y las necesidades de esa gente.
Yo creo que todos los seres humanos tenemos, como he dicho ya, una vocación creadora, lo que nos lleva por necesidad a buscar condiciones mejores para nuestra existencia. Vivimos en un escenario material y no podemos renunciar a él como si fuéramos ángeles. Es absurdo y es un suicidio en toda regla.
Tenemos un altísimo deber moral con nosotros y con los demás. Debemos trabajar para construir un mundo mejor, debemos aportar desde nuestras capacidades para que la vida sea más rica, abundante y placentera para nosotros, nuestras familias y, esto es muy importante, para las generaciones por venir.
Una de las principales tareas pendientes en nuestra cultura es la de eliminar los condicionamientos mentales que nos hacen repudiar a los “ricos” e idolatrar a los “mendigos”. Es una falacia reduccionista que nos limita y condena. En lo particular, no creo que exista nada más grato a los ojos de Dios que la gente que trabaja, se esfuerza y, como en la parábola bíblica[1], apuesta sus talentos para que se multipliquen y den frutos. Recordemos que el Amo es exigente y repudia enormemente la cobardía.
Cada mañana es una nueva
oportunidad para redirigir nuestra vida. Esto es tan simple que no hay manera
de decirlo con otras palabras; se trata de un tesoro (el tiempo) que se nos
entrega cotidianamente para que nosotros lo administremos con inteligencia, sensibilidad
y mucho esfuerzo. Lamentablemente la mente nos juega malas pasadas y nos
condena muchas veces de antemano, nos aplasta con prejuicios, temores y dudas
vanidosas que nos apartan de toda posibilidad de desarrollo personal.
Aboquémonos a lo nuestro, a nuestras tareas, con disciplina y entusiasmo,
porque es todo lo que tenemos. En esta era nuestra, adicta a la simulación y la
estética Instagram, hacen falta muchos más “obreros” que “guerreros”.
[1] Mt. 25: 14-30