Salir al paisaje para contemplar la vida en sus manifestaciones más puras debe ser una de nuestras prioridades. Se trata del diálogo callado de la criatura con el mundo natural. Hay pocas cosas que ofrezcan sentido de vida con tanto placer y prontitud como la contemplación de la vida que se hace y deshace frente a nuestros ojos en el espectáculo más grande que podamos contemplar.
Cuando era niño intuía estas cosas, aunque no hubiera podido explicarlo como lo hago hoy. Recuerdo que solía caminar mucho por el desierto en el que nací, siempre solo, ensimismado en mis pensamientos y sintiéndome arropado por aquella vastedad de tierra, sol y espinas. Algo que no cabe en el lenguaje de los hombres me ocupaba: me supe una criatura. Por las noches, en aquella región del mundo el espectáculo no puede ser más sorprendente: la vía láctea girando a ritmo de milenios sobre nuestras cabezas nos volvía conscientes de nuestra luminosa pequeñez; habitábamos el tiempo como una mota de conciencia perdida en un universo infinito. Mi reacción era emocional. Supe desde muy pequeño que la vida es un privilegio incomprensible para la razón.
Es la mística del paisaje. Gracias a él nos sentimos unidos a algo que nos trasciende y no es extraño que veamos en esa Otredad definitiva el rostro de Dios. Desde un punto de vista existencial podemos decir que el paisaje es el espejo en el que podemos vernos como somos, hondos, complejos, paradójicos; lo que se nos muestra es la estructura de la existencia humana. Somos movimiento y palabra, acción y voluntad, fragilidad y dolor incesantes; en el mundo urbanita, delimitado por la funcionalidad (y sus distorsiones), la persona tiende a sentirse una pieza más de un sistema que lo absorbe y delimita, pero bajo el cielo nocturno del desierto o de cara a la solemnidad del mar, el ser humano se sobrecoge por entero, se siente aturdido y gozoso a partes iguales porque todo aquello posee la cualidad de lo sublime, es decir, de lo amenazador y lo bello.
Es importante para
nuestra salud mental abandonar el calor de nuestra madriguera y mostrarnos a la
vida a pecho descubierto. La caminata diaria tiene, además de los ya conocidos
beneficios para la salud física, el poder de aligerar las tensiones que
fustigan nuestra mente; en lo personal hace ya años que salgo a caminar, correr
y más recientemente a nadar. La actividad física debe ser considerada con toda
justicia como liberadora.
Si debo decirlo de manera
sencilla, tengo que afirmar que la contemplación del paisaje entraña la
perfección de los valores de la experiencia, que consisten en proveernos de
sentido en el contacto íntimo y complejo de la realidad que nos envuelve. No es
casualidad que Epicuro de Samos (Samos, aprox.341 a. C. – Atenas, 270 a. C.)[1]
considerara los jardines como el locus adecuado para la tertulia
filosófica: perfecta combinación de los ejercicios de la razón y la excitación
dichosa de los sentidos.
[1] Fue un filósofo griego fundador de la escuela que lleva su nombre (epicureísmo).
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