La fragilidad, la finitud, la labilidad, la vulnerabilidad son todos sinónimos de una condición que define la humanidad de toda persona. Por más fuertes y sanos que nos sintamos ninguno puede dejar de experimentar en su carne y en su mente una especie de quiebre, de límite en el que nos descubrimos expuestos e indefensos. En algún punto nuestra libertad falla. Nuestro yo se sorprende al encontrarse con dimensiones de su interioridad que se rebelan, que no nos obedecen. Vivenciamos en la raíz de nuestra existencia, tanto a nivel cognitivo como al nivel del obrar, que padecemos una “inclinación” a desobedecer, a actuar de modo deshonesto, a despreciar y envidiar al prójimo; vemos, en definitiva, cómo nuestro querer no se desarrolla linealmente hacia el bien. Como decían los medievales —que de algún modo intuían esto—, “el bien es arduo”. En el hiato que existe entre lo que deseo y la vida lograda a la que aspiro como un norte, nos encontramos con nuestro querer o voluntad que yerra, se desvía, no atina al blanco (los griegos le llamban a esto hamartía) y por tanto nos aleja de la vida recta que anhelamos. Se trata como de una “entropía ética” que hace más fácil la acción viciosa (en el sentido aristotélicto del término) que la acción virtuosa.
Esto de lo que hablamos fue llevado a la literatura de mil formas: “Doctor Jekill y Mr. Hyde”, “El retrato de Dorian Grey”, “Crimen y Castigo”, solo por mencionar algunos relatos. La verdad es que estas narraciones como metáforas intentan mostrar que nuestra vida, por usar una expresión de Jean Guitton, es “impura”. Ni blanca, ni negra; vivimos en un gris que mezcla nuestro querer el bien con nuestro obrar errado. “No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco”, dice Pablo de Tarso con una conciencia dolida y conflictuada sobre lo que es su existencia vital. La contracara de esta interpretación de la existencia humana ya se da a principios de nuestra era cristiana con los llamados “catarismos”. El movimiento Cátaro (o albigense), como tal, aparece en el siglo XI en Francia, y se expande por siglos en diferentes formas: jansenismo, puritanismo, etc. Este movimiento fue influido principalmente por corrientes gnósticas de principios de la era cristiana, como ya lo afirmamos. El gnosticismo fue una doctrina con muchas variantes y varios representastes: desde el valentinismo hasta el maniqueísmo, que afirma que tanto en el cosmos como en el «microcosmos», es decir, en el hombre luchan dos fuerzas, el bien y el mal. De modo, que estas filosofías reducen la existencia a una interpretación binaria de la acción humana, solo hay bondad y maldad.
Los catarismos siempre han tenido derivaciones “fanáticas” o “radicales”, especialmente en el ámbito moral, y lamentablemente, hay que decirlo, todavía existen pequeños grupos, incluso sectas, que promueven un estilo de vida puritano o cátaro, especialmente en movimientos o grupos religiosos, tanto cristianos como judíos y musulmanes. La doctrina talibán es un movimiento cátaro árabe musulman.
El gran peligro de las doctrinas cátaras no pasa tanto por sus acciones violentas (y en algunos casos terroristas), sino en su distorsión de lo que es la vida moral y la existencia humana en general. Pensar que la acción humana tiene que ser impoluta o inmaculada lleva a graves deformaciones, que desembocan en enfermedades de conciencia, sentimientos de culpa patológicos y en doctrinas antropológicas falsas.

Pero lo que es peor no le permiten a la persona terminar de aceptar su condición de vulnerabilidad efectiva, y la de los demás. Algo que nos acompaña toda la vida, pero más especialmente en nuestra más tierna infancia, en el que nuestro grado de exposición, dependencia y fragilidad es un hecho evidente que más que limitarnos nos constituye como tales. El bebé es un ser-para-otro, en el sentido de que está dado a la responsabilidad de quienes lo han traído a la vida. Y está dado de tal modo que su vida depende de ello. Y lo mismo sucede en la ancianidad cuando la fuerza de la persona decae y la decrepitud lo enferma, a tal punto que se llega a depender totalmente de otros. Este nivel de fragilidad no puede ser negado ni disimulado. Y no es solo privativo de los «polos» de nuestra existencia terrena. También, como ya lo hemos insinuado, en nuestra cotidianidad de hombres y mujeres adultos, experimentamos por momentos esa misma vulnerabilidad, tanto en nosotros mismos cuando erramos, como en los demás cuando se enferman, o cometen un error grave “sin intención” plena. ¿Quién no tiene alguien enfermo en su familia que lo enfrente diariamente a la fragilidad humana? ¿Quién es tan perfecto que nunca se equivoca y pifia, y con su “hamartía” causa sufrimiento y dolor, a sí mismo y a otros?
De aceptar esta condición humana efectiva depende que nos dejemos enseñar por la debilidad. Existe, según entiendo yo, una verdadera pedagogía de la vulnerabilidad. De nuestro ser impuros aprendemos que necesitamos de nuestro prójimo, que nuestra libertad no es absoluta y, por tanto, demandada por la menesterosidad de los demás. De nuestro ser lábiles comprendemos que el error del otro debe ser puesto en perspectiva, dentro de lo que es el errar propio de todo hombre, incluso el mío propio. La fragilidad humana suaviza nuestro juicio sobre el otro, nos invita a ser empáticos, “a ponernos en sus zapatos”, y a tomar conciencia de que el juicio que recae sobre él, también puede recaer sobre mí.
Por último, nos enseña que la vida es lucha, “noche oscura”, por usar la imagen de un místico, no un mero desarrollarse libre y mecánico hacia el Bien. Es humano caer, equivocarnos, enfermarnos, sufrir, desordenarnos, quebrarnos, desfallecer, descuidarnos, perder. Pero eso no es maldad ni (necesariamente) falta de virtud; eso es, como lo venimos proponiendo vulnerabilidad. Y la vulnerabilidad reconfigura nuestro ego, reubicándolo, desplazándolo de su lugar de privilegio, y sobre todo descentrándolo para poner en el centro al Otro. Pues, su pobreza y debilidad, además de ser más urgente que el cuidado de mi propio yo, me constituye como responsable de su vida, «a mi pesar». Así, entonces, deponer mi ego, es decir, hacerme cargo incondicionalmente de mi prójimo, ponerlo a él por sobre mi interés al punto de desinteresarme de mí mismo en su favor transforma mi «yo soy» cartesiano en un «heme aquí» ético. Estamos ante una nueva axiología. Mi dignidad no la construyo a partir de mi libertad sino que me es dada por mi respuesta a la llamada del menesteroso.
Deja una respuesta