Somos pequeños frente a la aplastante heterogeneidad del universo. Además somos frágiles porque somos criaturas; hemos sido hechos para la muerte: el mismo tiempo que nos entretejió pacientemente en el vientre de nuestra madre es el mismo que nos va desmontando de a poco, anunciándonos día a día, semana a semana, que hay un final de ruta esperándonos a cada uno de nosotros. Nuestra fragilidad es enorme, sobre todo si nos comparamos con muchos de los otros animales con quienes vamos dando tumbos por el cosmos a bordo de nuestro planeta. Sin embargo, tenemos de nuestro lado el poder absoluto del pensamiento y el espíritu, potencias que nos singularizan y definen y, esto es lo más importante, compensan por mucho la debilidad implícita en nuestra carne.
El universo nos aplasta. No hablo solo de las fuerzas físicas de las que hemos nacido y que en algún momento nos borrarán para siempre de la existencia, además me refiero a la inconmensurabilidad implícita en semejantes dimensiones, lo que hace que toda tarea por comprender todo aquello resulte imposible. Esta es nuestra tragedia intelectual: no conoceremos jamás todo lo que nos rodea, ni siquiera una mínima parte, ni siquiera una parte insignificante de todo aquello. Estamos condenados a ser una especie ignorante, por más sorprendentes que nos resulten los enormes logros científicos y tecnológicos que hemos conseguido dentro del marco de la historia humana.
La arrogancia nos enceguece, la humildad nos clarifica. Quiero decir que los arrogantes se cierran sobre sí mismos, se engañan y confunden lo mucho con el todo, sin saber o sin querer saber que eso mucho que conocen es nada comparado con la totalidad insondable que nos envuelve. El ser humilde sabe esto que digo y se prepara para vivir en consecuencia; es un asunto de pura lógica: no estudiamos para conocerlo todo, sino para ignorar un poquito menos. Este tesón nos dignifica y hace de nuestra existencia un estado honorable de la conciencia. Sabernos pobres nos prepara para recibir, abre las puertas de nuestro entendimiento y dinamiza nuestro ser; no olvidemos que un arrogante permanece tieso, abrazado a la solidez de sus inútiles prejuicios.
Hablo aquí de humildad como puedo hablar de prudencia. Es el arte de la vida, la sensatez que nos hace comprender el mundo (que no entenderlo) como una especie de “texto” que no acabaremos de comprender, pero que ciertamente posee valor y sentido y, lo más importante, que podemos y debemos interpretar con una buena disposición intelectual y moral. Me parece que una de las más grandes torpezas de las academias de ciencia es sobretecnificar su disciplina, desatendiendo estas delicadas cuestiones éticas que resultan necesarias para que su trabajo sea realmente humano y prudente.
Por último, como he repetido hasta el cansancio, no somos seres solitarios, necesitamos de la colaboración de los demás para que nuestro propio proyecto crezca, madure y ofrezca sus frutos. Pues bien, los seres humildes poseen la tersura de carácter necesaria para que ese encuentro con el otro suceda con facilidad. Seguramente todos conocemos personas que poseen estas condiciones y nosotros suponemos que son dones innatos que no nos pertenecen; nada más alejado de la realidad. Las virtudes, y la humildad (prudencia), que es la madre de todas las virtudes, son hijas de la voluntad.
Una nota final: no
confundamos humildad con gazmoñería. La humildad es expresión auténtica del
ser; la gazmoñería, por otro lado, es un simulacro rústico muy fácilmente
detectable, que nace de las inseguridades del ser egomaniaco. Mientras la
humildad se cumple en sí misma, la gazmoñería es una estrategia que busca
cosechar aplausos. El día y la noche, ni más ni menos.