Estamos sitiados por los dioses de la muerte. El tiempo es una hoguera bajo nuestros pies; pero tenemos de nuestro lado la posibilidad de un viaje luminoso hacia la nada. No es mucho ni poco, es lo justo. Somos criaturas y hemos devenido de la materia que nos forma, de las intenciones espirituales que nos habitan, del misterio radical en el que hunde sus raíces dulces y amargas nuestra existencia. Lo que llamamos vida es un paréntesis de la conciencia, apenas un poco de luz arrojado sobre lo imposible; más que un portento es un milagro que se desplaza por casa con la familiaridad de la luz del día que entra por las ventanas o las mascotas que se extienden perezosas bajo la mesa.
Somos los hijos del tiempo, que es un padre cruel que nos devora. De él venimos, como desprendidos de un árbol eterno: somos frutos. Las mitologías de todos los rincones del mundo han dado cuenta puntual de esta realidad que nos enmascara el mundo de lo cotidiano, que no es otra cosa que un simulacro de la eternidad: al día le sucede la noche y a esta el día, y de nuevo todo a comenzar otra vez. Pero nuestro cuerpo, que es lo que somos, se agosta más rápido que nuestra capacidad de comprender todas las raíces de la decrepitud que llevamos por dentro, enmarañadas y ácidas, obrando sus mecanismos de continua destrucción.
Tenemos, sin embargo, la libertad de escoger nuestra postura en la caída. La nobleza de nuestro espíritu cabe en ese gesto definitivo que elegimos de cara a lo inevitable; no hablo de un envaramiento estoico, rígido y solemne, sino de la libertad expresada en la alegría de sabernos vivos, aunque no sea para siempre. Si más allá de la tumba no hay nada, por un segundo de conciencia bien vale la pena pagar semejante precio. Nunca he pertenecido a la secta de los desesperados; quiero decir que nunca he poseído un talante trágico o desgarrado, a pesar de haberlo intentado haciendo un gran esfuerzo. Mi destino ha sido siempre el de arder y bailar al mismo tiempo: vivir sin culpas ni agonías bastardas. Quien asume su muerte con la misma naturalidad con que ha aceptado su vida, se encuentra felizmente condenado a ver más de lo que los ojos muestran.
Hay algo más: todos tenemos la posibilidad de trascender en el legado. Fundar una historia personal que se comunique y alcance la otra orilla luminosa, que es el corazón de otros hombres. No creo que exista nada más digno que el hacer de nuestro tiempo un escenario para desplegar un testimonio vitalísimo de eso que hemos sido; hay algo de necesidad en el ser, algo que nos singulariza de tal modo que en toda la historia de este universo no ha existido ni existirá jamás. Señalar nuestro paso por la tierra con ese impulso personal es la tarea que yo he venido llamando “sentido” en estas páginas. En consecuencia, una vida sin sentido es pura caída en el abismo. La muerte de alguien que ha pasado por el mundo sin dejar eco.