Tú eras el fuego de mis huesos
y el sabor de mis labios.
Cuántas veces mis ojos
se pintaron con tu amanecer.
Me dejabas sin palabras
y te coroné con mi silencio;
te desposé en mi secreto.
Fuiste más fuerte que yo
y me dejé vencer,
amé la violencia de tu corazón al mío,
y aunque todo fuera incierto,
inhóspito y siempre vespertino,
crucé todos los días
para encontrarte al otro lado del río.
La peor esclavitud no es la impuesta
sino la que se abraza cada día;
te deja sin nombre,
con multitud de recuerdos,
con el corazón en ayunas
esperando la sombra de tu rostro
como yo la esperaba en eterna vigilia.
Tú eras mi fuego
y me consumí hasta la ceniza.