«Ave Imperator, morituri te salutant». Cuenta Suetonio en su «Vida de los césares» que en el 52 de nuestra era un grupo de delincuentes que iban a morir en el circo saludaban al Cesar de este modo. La riqueza de la lengua latina permite este participio de futuro: “morituri” que no tiene traducción directa al castellano, por lo que se lo traduce con una paráfrasis: “los que vamos a morir”.
Con motivo de la proximidad del “Día de muertos”, que se celebra de una manera muy singular en México, me vino a la cabeza esta frase que nos enseñaban cuando estudiábamos Latín en el pregrado, ya que todos somos “morituri”, es decir, si somos humanos estamos condicionados por, y destinados a la muerte ya sea que nos coman las fieras en el circo, o de un ataque cardíaco durmiendo plácidamente en nuestra casa. Lo que quería reflexionar en este artículo es sobre el sentido humano del morir. La muerte de la persona va mucho más allá de un suceso físico-biológico como en el caso de un perro o un caballo, o cualquier otro ser vivo. Un antropólogo de los años 80 decía a este respecto: “el perro muere” mientras que “el hombre se muere” aludiendo a la particularidad del caso humano. El hombre si quiere, y se dan las condiciones, puede decidir cómo morir, ya que de cómo viva dependerá su muerte.
Morirse además de marcar la vivencia que tiene el hombre sobre el momento de su desaparición física, habla de que el morir también es un acto netamente humano. No en el sentido de que sea algo que realizamos voluntariamente, sino que a nuestro morir y al de nuestros seres queridos le damos un sentido simbólico. Morir puede ser un acto heroico o un acto de cobardía, un suicidio o el desenlace de una enfermedad incurable. La muerte es la comprensión y la interpretación que hacemos de un hecho inexorable de nuestra naturaleza que podemos controlar poco y nada, como mucho, retrasar.
Ese significado del que hablamos es doble; por un lado es de tipo subjetivo y personalísimo: ¿qué significa para mí mi propia muerte? ¿qué significado le doy a la desaparición física de mi madre o mi padre? Para esto no hay más que una respuesta personal e íntima. Y, por otro lado, es de tipo objetivo: hemos creado todo un rito para el momento de la muerte del otro que acaba con su enterramiento, algo que sólo realizan los seres humanos (los homínidos en general).
Este acto que rodea el hecho de la muerte, que consiste en limpiar el cuerpo del difunto, adornarlo, envolverlo en un vestido especial (mortaja), abrigarlo con un cajón mortuorio o ataúd, y señalar el lugar de su enterramiento, es decir ponerle una lápida con su nombre y algún epitafio, y depositarle unas flores, se erige como símbolo de una espera y de una protesta. Espera de que la desaparición no aniquile la persona del difunto, y protesta que se manifiesta en el hecho de que la muerte es como un “aguijón” que nos hiere, nos provoca tristeza y, principalmente, nos rebela contra la inexorabilidad de nuestro físico. Protestar es mostrar nuestra insatisfacción contra nuestra “finitud” esencial.

Esa espera y esa protesta es lo que se celebra en el Día de muertos, es decir, no se celebra la muerte, sino lo que ella genera en los deudos: la esperanza en que no has muerto para siempre, y la protesta por tener que padecer la decadencia y finitud biológica del otro.
Lo interesante de todo esto es además, que la conciencia de la muerte destina y condiciona nuestra vida. Cuando asumimos de modo maduro nuestra finitud físico-biológica, ésta asunción rediseña nuestra conducta y nuestro proyecto de vida. Quién sabe que va a morir, vive más sabia y sensatamente que quien no.
Por eso decía el poeta Horacio: “Carpe diem quam minimum credula postero”, esto es, “aprovecha el día, confía lo menos posible en el mañana”, pues mañana no sabes si estarás.
En la actualidad, filósofos como Heidegger insisten en que el hombre es proyecto (futurizo decía Julián Marías) pero ese proyecto no es eterno, y el mismo Heidegger llama al hombre ser-para-la-muerte, pues su condición de “morituri” conforma su proyecto vital-existencial y su temporalidad. Esto no determina necesariamente una existencia humana absurda y sin sentido, por el contrario desde una interpretación no nihilista puede acrecentar nuestra sed de Absoluto y puede llevarnos a transformar el sentido de nuestra vida para bien, para el Bien. Se podría decir: si vas a morir, apúrate a amar. La muerte puede conminarnos al amor al prójimo, pues muchos somos de la idea de que “el amor es más fuerte que la muerte”. Y por ende, que le da mucho más sentido a nuestro vivir, que es un con-vivir.
Y es este sentido, precisamente, lo que convierte el momento del sepelio en un ritual de esperanza y caridad, pues, muerta la persona, nuestro amor no muere. La seguiremos amando. De ahí, toda la ritualidad de ir al cementerio a llevarle flores a su tumba, y del Día de muertos: pasar la noche junto a su tumba compartiendo una comida junto a él, como creyendo, que el muerto no ha muerto totalmente, absolutamente.
“No omnis moriar”, decía el ya citado poeta griego. “No moriré yo todo”, o “No moriré totalmente”. Estas reflexiones que emergen del hecho humano de morir hacen de ese suceso irremediable una fuente de sentido para alcanzar una vida lograda, si nos dignamos aceptar que nuestra condición de “morituri” así como puede angustiarnos, también puede elevar nuestra mirada para vivir una vida urgida por el amor. De nuestra decisión depende.
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